Conexión inesperada

Capítulo 50

El martes amaneció con un ritmo más acelerado de lo habitual.
En la oficina se respiraba ese aire de inicio de semana que olía a prisas, café recién hecho y correos sin responder. El sonido de los teclados se mezclaba con las llamadas y el murmullo de las conversaciones cruzadas.

Lala llegó temprano, el portátil bajo el brazo y el cabello aún húmedo, recogido en un moño rápido. Llevaba una blusa blanca y vaqueros, de esos días en que prefería la comodidad a la formalidad. Saludó con una sonrisa a Clara en recepción y se dirigió a su mesa, mientras el aroma a café se mezclaba con el leve perfume que siempre dejaba a su paso.

Martín ya estaba en su puesto, concentrado frente a la pantalla, con el ceño fruncido y esa media sonrisa que se le escapaba cuando algo salía bien. Su chaqueta estaba colgada en el respaldo de la silla, y el primer botón de la camisa, desabrochado. Lala lo observó unos segundos antes de saludarlo, con esa mezcla de cariño y discreción que dominaba a la perfección.

—Buenos días —susurró, dejando su bolso sobre el escritorio.
—Buenos días, dormilona —contestó él sin levantar demasiado la voz, aunque el brillo de sus ojos la delató al instante.
Ella sonrió, bajando la mirada, como si aquel simple intercambio no bastara para ponerle el corazón en modo alerta.

Pero antes de que pudiera acercarse más, la puerta del ascensor se abrió con un ding metálico.
Y allí estaba Carlota.

Entró con paso decidido, los tacones resonando sobre el suelo de madera, una carpeta de cuero bajo el brazo y una sonrisa profesional que, sin embargo, brillaba más de lo habitual. Su perfume —floral, intenso— se adelantó a su voz.

—Buenos días —saludó con una energía casi teatral, deteniéndose justo en medio de la oficina—. Espero que tengáis las maletas listas.

Martín alzó la vista, desconcertado.
—¿Perdón?

Carlota se quitó la chaqueta y la dejó caer con elegancia sobre el respaldo de una silla.
—Nos acaban de confirmar el viaje a la central —anunció, dejándose caer frente a él—. Tres días, empezando pasado mañana. Quieren revisar los avances del proyecto con nosotros en persona.

—¿Nosotros? —preguntó Lala, intentando sonar casual, aunque el teclado dejó de sonar bajo sus dedos.

Carlota giró hacia ella con una sonrisa controlada.
—Bueno… —dijo, bajando un poco el tono—. En realidad, solo con los responsables directos. Es decir, Martín, por parte de su empresa, y yo, por la nuestra.

El silencio se volvió espeso, incómodo. Incluso el murmullo de los demás pareció bajar un poco de volumen.

Martín asintió despacio, intentando mantener el tono profesional.
—De acuerdo. Lo entiendo.
—Perfecto —respondió Carlota, sacando una hoja del portafolio con el itinerario—. El vuelo sale el jueves a primera hora. Ya he reservado las habitaciones en el hotel corporativo, aunque si prefieres otro sitio, Martín, puedo cambiarlo.
—No, está bien —dijo él, sin perder la calma, aunque su mandíbula se tensó apenas perceptiblemente.
—Genial —sonrió ella, satisfecha—. Será una buena oportunidad para coordinar detalles… y, bueno, para desconectar un poco del ritmo de aquí.

La palabra “desconectar” resonó en el aire con una ironía que Lala no pudo ignorar.
Siguió tecleando sin mirar, pero cada frase le pesaba en el estómago.
“Desconectar”.
“Solo Martín”.
“Habitaciones en el hotel corporativo”.

En cuanto Carlota se alejó hacia su despacho, Martín se levantó, se ajustó las mangas de la camisa y se acercó al escritorio de Lala.

—No pongas esa cara —dijo con voz baja, apoyándose en el borde de su mesa.
—¿Qué cara? —preguntó ella sin apartar la vista de la pantalla.
—Esa que pone alguien que intenta parecer tranquila mientras le hierve la cabeza por dentro.

Lala soltó un suspiro, dejando caer el bolígrafo sobre la mesa.
—Solo me parece curioso que casualmente el viaje sea justo contigo… y con ella.

Martín sonrió de medio lado.
—Tú sabes que no elegí eso.
—Lo sé —respondió ella, bajando la voz—. Pero no me gusta.

Él la miró un segundo más, con esa calma que a veces la descolocaba.
—A mí tampoco —dijo por fin, con tono sereno pero firme—. Y por si te queda alguna duda, da igual dónde esté o con quién: tú eres mi persona, dentro y fuera de todo esto.

Lala sintió que el aire se le atascaba un segundo en el pecho.
No porque dudara de él, sino porque la forma en que lo decía —tan sencilla, tan segura— la desarmaba cada vez.

Intentó disimularlo con un gesto ligero.
—Vale, pero si vuelves con alguna historia de cenas de trabajo y copas de cortesía, prometo fingir que me lo creo.

Martín rió suavemente, inclinándose hacia ella.
—Prometo no darte motivos para fingir nada.

Lala lo miró, intentando no sonreír, pero la comisura de sus labios la traicionó.
Él se apartó despacio, con esa sonrisa tranquila que sabía exactamente lo que provocaba.

—Además —añadió antes de girarse—, piensa que son solo tres días. Después de eso, me debes un fin de semana entero sin interrupciones.
—¿Ah, sí? —preguntó ella, cruzándose de brazos.
—Sí —respondió, dándole un guiño—. Considera que es una cláusula no escrita de nuestro contrato personal.

Ella rodó los ojos, pero ya no podía ocultar la sonrisa.

Martín se alejó con una risa baja, y durante unos segundos, Lala se quedó observando su espalda mientras desaparecía por el pasillo.

En cuanto él se perdió de vista, apoyó la barbilla en la mano y soltó el aire con un leve bufido.
Tres días.
Tres días con Carlota.
Tres días en los que tendría que confiar sin ver, sin escuchar, sin imaginar.

Y aunque confiaba en Martín, sabía perfectamente que Carlota no era de las que se rendían fácilmente.

La noche anterior al viaje, Martín insistió en que Lala fuera a cenar a su piso.
—Nada de excusas —le había dicho por mensaje—. Cocino yo.




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