Conexión inesperada

EXTRA PRE NAVIDEÑO

La casa estaba en silencio, ese tipo de silencio que se nota cuando la emoción es tan grande que ni se atreve a hacer ruido.

Lala dormía en la cama, hecha un ovillo, respirando despacito.
Martín estaba despierto a su lado, apoyado sobre un codo, mirándola como si acabase de descubrir un milagro.

La mano de ella descansaba sobre su vientre plano.
Su cara seguía hinchada de llorar.
Su pelo era una mezcla de nube y desastre.
Y nunca le había parecido tan bonita.

Martín bajó la mirada.
Ahí estaba.
Su bebé.
El peque.
La patatita misteriosa.

Se inclinó un poco, cuidando no despertarla.

Y murmuró, bajito:

—Hola, peque… soy yo. Tu papá. Bueno, Martín, pero ya nos iremos conociendo.

Se rio solo, muy bajito.

—Sé que todavía no eres más grande que un garbanzo, pero que sepas algo: estoy enamorado de ti desde ya. De ti y de tu madre. Sobre todo de tu madre… aunque hoy ha llorado dieciséis veces por motivos que probablemente no tienen sentido para ningún humano.

Realizó una pausa dramática.

—Y aun así, es perfecta.

Lala murmuró algo incomprensible en sueños y se acercó más a él.

Martín sonrió.

—Prometo cuidarte. Y prometo cuidarla a ella incluso cuando llore porque la tostadora le “le quemó las tostadas”. Ya verás, tu madre es… única.

Acarició la barriga con cuidado.

—Buenas noches, peque.

Apagó la lámpara y se quedó mirándolas a los dos —ella y la promesa dentro de ella— hasta quedarse dormido.

La mañana de la ecografía, Lala estaba tan nerviosa que se había puesto y quitado la misma camiseta siete veces.
La octava estaba en sus manos, arrugada como si hubiese sobrevivido a una guerra civil textil.

Martín, apoyado en el marco de la puerta, la observaba como quien intenta razonar con un tornado.

—Cariño, estás preciosa —dijo por séptima vez, aunque ya había perdido la cuenta.

—¡Mentira! —replicó ella, con ojos brillantes y voz temblorosa—. Estoy hinchada. Y roja. Y hormonal. Parezco una gominola humana en crisis existencial.

—Una gominola adorable —matizó él.

Ella bufó, mordiendo la camiseta como si eso fuese a solucionar algo.

—Si el bebé sale nervioso será culpa tuya.

Martín le estampó un beso en la sien.

—Claro, porque tú eres la serenidad hecha persona. Un Buda con rizos.

Lala se giró con lentitud dramática.

—¿Perdón?

—He dicho serenidad —mintió él con rapidez profesional—. Sereni-dad. Muy serena. Serenísima.

Ella entrecerró los ojos.

—Ajá.

Él tragó saliva.

—Vamos, que llegamos tarde.

Lala se quedó quieta un segundo, con la camiseta entre las manos.

—Martín… —dijo muy bajito—. Hoy lo vamos a saber, ¿no? El sexo.

Él asintió, suavizándose instantáneamente.

—Hoy lo vamos a saber —repitió con cariño—. Y por fin habrá que dejar de llamar al bebé “patatita”.

—No —dijo ella, alarmada—. “Patatita” es precioso.

—Vale, vale, que siga siendo Patatita —cedió él, levantando las manos—. Pero también sabremos si es mini tú… o mini yo.

Lala puso los ojos como platos.

—¡Ay dios, si es mini yo tengo que prepararme! —Luego se corrigió sola—. Y si es mini tú… también.

Martín la rodeó con los brazos, sonriendo contra su pelo.

—Sea lo que sea, va a ser perfecto.

Ella respiró hondo, con la emoción golpeándole el pecho.

—Y… hoy se lo podemos contar a todos, ¿no? Ya hemos esperado lo suficiente. La semana doce ya pasó.

Martín asintió, acariciándole la espalda.

—Hoy lo podemos contar. —Le besó la frente—. A nuestras familias. A todos. Incluso a la abuela Lela antes de que lo intuya sin que le digamos nada.

Ella inspiró profundamente.

—Vale… vale. Vamos. Estoy preparada. Creo.

Martín le sujetó el abrigo, la bufanda, una botella de agua, unas galletas y el cargador del móvil que ella había tirado al suelo sin darse cuenta.

—Cariño, vamos a ver a Patatita. Y a saber quién es. Y luego… vamos a contárselo al mundo.

Lala sonrió, nerviosa y feliz a la vez.

—Ay Martín… qué miedo y qué ilusión.

—Perfecta mezcla —respondió él—. La mezcla exacta para convertirnos en padres.

Ella lo miró como si le fuesen a caer estrellas encima.

—Vámonos antes de que llore otra vez —dijo Lala, respirando hondo.

—Muy bien. —Martín le tomó la mano—. Pero si lloras, que sea de felicidad…




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