Contigo o sin ti!

1.

Capítulo 1: Resiliencia

Desperté más temprano de lo habitual. Estaba ansiosa. Hoy sería un día difícil… muy difícil. Hoy firmaría los papeles del divorcio.

Después de esconderme durante cuatro semanas, sentía que por fin era momento de cerrar un ciclo que Nathan decidió romper apenas dos semanas después de nuestra boda. Mientras yo me encerraba a llorar, mi historia se convirtió en el chisme favorito de todos. Algunos sentían lástima por mí; otros simplemente se divertían con mi tragedia.

Por mi parte, solo me hundía más en la rabia, el odio y la tristeza. Me preguntaba una y otra vez qué hice mal. ¿Qué falló para que nuestro tan esperado matrimonio durara menos que los dos años de relación que lo precedieron?

Era absurdo. Insólito.

Nathan jamás dio una explicación. Solo llegó una noche del trabajo con un sobre amarillo en la mano. Ni siquiera me miró. Lo dejó sobre la mesa y, con la voz más neutra del mundo, dijo:

—Lo siento, Layla. No te amo. Antes de que te lastime más, es mejor que cada quien siga su camino. Por favor, fírmalo.

¿Antes de que me lastime más? Aquellas palabras, tan tranquilas y vacías, aún me provocan náuseas. ¿Cómo se le ocurre hablar de evitar el dolor después de buscarme, enamorarme, proponerme matrimonio y casarse conmigo? ¿Cómo se le ocurre decir “ya no te amo” tan solo dos semanas después de la luna de miel?

Por supuesto que no firmé. Estaba devastada. Me aferré a la idea de recuperarlo. Hice de todo para que regresara… pero no. Nada cambió.

Me rendí el día que vi en su Instagram una foto con una chica en su nuevo departamento. El pie de foto decía: “Amanda, eres mi hogar. Te amo.”

Tenía una nueva relación. Entonces entendí que ya no había nada más que buscar… salvo mi dignidad.

Recogí como pude los pedazos rotos de mi corazón y me encerré. Pero esa parte ya se las conté.

Hoy, por fin, siento que tengo el valor de cerrar esta historia. Hoy soy una mujer más fuerte, más segura… y resiliente. Entraré a ese despacho, miraré a ese idiota a los ojos y firmaré como si no doliera. Como si nunca me hubiera importado.

Me aseguré de que mi atuendo fuera perfecto. Elegí un vestido negro sin mangas, escote en V: sensual, pero sin caer en lo vulgar. Me quedaba impecable, ceñido a mi figura. Encima, un blazer blanco a juego con mis tacones de punta. Recogí mi larga cabellera negra en una coleta alta, me coloqué unos pendientes de perlas y un delineado estilo “cat eye” que resaltaba mis ojos verde avellana. Unas gotas de mi perfume favorito, mi cartera negra, las llaves de mi nuevo automóvil —comprado, en parte, con los regalos en efectivo de la boda— y estaba lista.

Conduje veinte minutos hasta el bufete de abogados de la familia Evans. Sí, Nathan era abogado, y su familia, una de las más prestigiosas del país. Compartían la cima con los Sheik, liderando la lista de los más poderosos.

Aparqué el coche y caminé con paso firme. Una entrada triunfal.

Marie, la recepcionista, abrió los ojos como si hubiera visto un fantasma.

—Buenos días, señora Evans. Qué gusto verla de nuevo. ¿Cómo estuvieron sus vacaciones? —preguntó con esa sonrisa tan plástica que me daban ganas de arrancarle la cara.

—Buenos días, Marie. No hace falta que finjas. A partir de hoy, dejo de ser la señora Evans. Por favor, avísale a Nathan que estoy aquí —respondí, sonriendo con ironía.

Por fin, había logrado lo que tanto deseaba: dejar a esa chismosa sin palabras. Tomó el teléfono, avisó, y luego volvió hacia mí.

—Dice que puede subir, señora Ev...ans —tartamudeó, tragándose el apellido.

—Querrás decir señora VanCamp. El “Evans” está nuevamente disponible en el mercado. Tal vez esta vez tengas suerte, princesa —le solté con una sonrisa ladina y seguí mi camino.

—¡Esa perra! —alcancé a oírla murmurar entre dientes.

Sonreí para mí misma. Perra ella, que durante todo este tiempo se dedicó a hablar mal de mí junto a la madre de Nathan, solo porque estaba enamorada en secreto del idiota. ¿Cuántas veces me regaló una sonrisa falsa mientras me maldecía en silencio?

Caminé por los pasillos como si fuera una pasarela. Todos me miraban, sorprendidos. Embobados. Y yo me sentía fuerte. Me sentía cara. Me sentía invencible.

Ojalá esa fuerza no me abandonara cuando viera su cara.

Me detuve frente a la puerta de su oficina. Dudé por un segundo.

Respiré hondo. Me di ánimo. Toqué con firmeza.

Yo podía hacerlo.
Y lo haría.
Firmaría sin llanto.
Sin dolor.
Sin una sola lágrima.

Él no lo valía.

Un clic. La puerta se abrió.

—Layla, puedes pasar —dijo Nathan, sin siquiera levantar la mirada.




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