Contigo o sin ti!

3.

Capítulo 3 – Frenesí

No supe con exactitud en qué momento perdí el control. O si lo perdí, en realidad.
Solo recuerdo el vértigo. El calor. El instante en que sus labios me tocaron y la memoria me arrastró hacia un lugar que ya no existe… pero aún duele.

Era una trampa. Y yo decidí entrar.

Sus manos encontraron mi cuerpo con la precisión del recuerdo. Lo hicieron como quien reclama algo que alguna vez fue suyo.
Mi orgullo gritaba que me alejara.
Pero no lo hice.

No por amor.
Ni siquiera por deseo.
Era poder.
Quería verlo caer. Verlo perder la compostura que tanto defendía.

Así que le permití pensar que mandaba.
Lo dejé creer que aún tenía algo de mí.

Solté su cinturón con calma, como quien desactiva una bomba. Su mirada brilló, encantado consigo mismo, con esa sonrisa arrogante que conocía tan bien.
Le desabotoné el pantalón. Él exhaló. Complacido.
Yo también sonreí.
Pero la mía no tenía deseo.
Tenía estrategia.

Me besó con urgencia, con ese hambre que no distingue entre pasado y presente.
Me alzó con la misma facilidad con la que solía manipularme, y me sentó sobre el escritorio.
La madera fría contrastó con la temperatura que crecía entre nosotros.
Se hundió en mí con una brutalidad mecánica, como si buscara borrar todo el daño a través del cuerpo.

Su respiración se volvió irregular.
Sus movimientos, desordenados.
Yo… lo dejé llegar al borde.

Y justo cuando sentí que iba a perder el control…
me aparté.

Sin aviso. Sin permiso. Sin piedad.

Él se quedó quieto. Jadeando. Atónito. Como si el mundo hubiese dejado de tener sentido.

—¿Qué estás haciendo? —balbuceó, respirando con dificultad, el rostro encendido de frustración.

Me acomodé el vestido con lentitud quirúrgica.
Cada movimiento mío era una bofetada silenciosa.

—Lo mismo que tú, Nathan —dije con suavidad, como si explicara algo obvio—. Jugando.

—No puedes simplemente… —gesticuló hacia su cuerpo, incapaz de articular.

Lo miré.
Y sonreí.
No por ternura.
Sino porque lo tenía justo donde quería.

—¿Ah, no? —me acerqué a su oído—. ¿Eso no era parte del juego?

Se le tensó la mandíbula. Se acercó de nuevo. Quiso besarme.
Esta vez, giré el rostro.

Entonces me sostuvo con fuerza, como si el cuerpo pudiera retener lo que el alma ya había perdido.
Me besó. Fue violento. Furioso. Más rabia que deseo.
Y yo se lo devolví igual. Un beso oscuro, como un eco de algo que alguna vez fuimos… y que nunca volverá.

Y en ese momento, la puerta se abrió de golpe.

—Ups. Lo siento. No vi nada —dijo una voz masculina, casual y sin culpa.

Un hombre alto, cabello rubio, jeans ajustados, camisa blanca remangada y lentes oscuros que ocultaban más de lo que mostraban.
Despreocupado.
Provocador.
Letal.

Nathan retrocedió como si lo hubieran sorprendido robando algo. Se ajustó la ropa con torpeza.

Yo, en cambio, bajé del escritorio, me abotoné el blazer, alisé el vestido y me coloqué bien los pendientes.
No había vergüenza.
Solo un cansancio amargo.
Existencial.

—¿Qué haces aquí, Tyler? ¿Quién te dio acceso? —gruñó Nathan.

—Mamá —respondió el otro con una sonrisa pícara—. Vine a saludar. Pero parece que interrumpí algo... intenso.

Me miró.

No sé si fue la forma o el peso de su voz, pero algo se encendió en mi memoria.

—¿Tyler? —pregunté, en un susurro cargado de incredulidad.

Él se quitó los lentes.
Y el pasado me atravesó como un vidrio roto.

—¿Layla VanCamp? No puede ser... —dijo, acercándose, con los ojos muy abiertos—. Eres tú.

Nathan y yo giramos al mismo tiempo.

—¿Lo conoces? —preguntó Nathan, frunciendo el ceño.

No respondí.

—¿Desde cuándo? ¿Antes de mí?

La respuesta flotó en el aire.
No la dije.
Porque no valía la pena.

—No importa —interrumpió Tyler, sin quitarme la vista—. Lo que importa es que ella y yo... tenemos historia.

Nathan apretó los puños. Su mirada era una tormenta.

—¿Perfecto. Mi hermano? ¿En serio?

No respondí.

La comedia grotesca ya estaba en escena.
Y yo era la única que no actuaba.

Nathan tomó los papeles del divorcio y los rompió de nuevo.
Lo hizo lento. Mirándome a los ojos.

—Ya no hay nada que firmar. El documento se arruinó.

Saqué otra copia de mi bolso y la dejé sobre el escritorio, como quien lanza una última carta.

—Tengo veinte copias. En el coche.
Podemos seguir todo el día, si quieres.

Me miró con odio.

Se levantó, dispuesto a gritar. Pero Tyler se adelantó. Dio un paso. Se colocó entre nosotros.

—Layla… ¿de verdad eres tú?

Su tono no era casual.
Era memoria, herida y algo más.
Una cuenta pendiente.

Contuve el aliento.

Y lo supe.
Por su voz, por su mirada, por el peso que traía consigo…

Mi pasado acababa de entrar por esa puerta.

Con el mismo apellido.
Con los mismos ojos.
Con otra historia.
Y una herida que aún sangraba con mi nombre.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.