Contigo o sin ti!

4.

Capítulo 4 – Tyler Evans

El aire en la oficina se volvió denso, casi irrespirable. Tyler estaba frente a mí, tan real como un fantasma materializado, y de pronto todo el pasado que había enterrado empezó a empujar desde adentro, desgarrando las costuras de mi presente.

—¿Me conoces? —pregunté, aunque mi propia voz me sonó ajena. Era absurda la pregunta. Porque en el fondo, en el fondo de mi pecho, ya sabía la respuesta.

Se quitó las gafas. El turquesa de sus ojos me golpeó como un puñetazo directo al alma.

—No puede ser… —murmuré, y el sonido fue casi un gemido.

Tyler avanzó sin dudarlo. En dos pasos estaba frente a mí y, antes de que pudiera reaccionar, me rodeó con sus brazos.

El mundo desapareció.
Y entonces… el olor. Dior Sauvage. Ese perfume salvaje, fresco y amaderado que era él. Tan intenso, tan absoluto, que invadió cada rincón de mi cuerpo como una memoria líquida. Me quebró. Porque no era solo un aroma, era todo: las noches de despedida, las risas que dolían de tan felices, las promesas susurradas a medias… el amor que nunca se cerró del todo.

Ese olor era Tyler.
Y yo… yo era un edificio colapsando.

—¡Aléjate de ella! —la voz de Nathan cortó el aire como un látigo.

El abrazo se rompió. Tyler se apartó apenas, incómodo, como si recién cayera en cuenta de dónde estaba y quién nos miraba.

—Lo siento, no pude evitarlo… ¿te incomodé? —sus ojos me buscaron, urgentes, ignorando por completo a Nathan.

—¡Claro que la incomodaste! ¡No vuelvas a acercarte a ella! —Nathan estaba hirviendo, pero Tyler ni siquiera le dio el beneficio de una mirada.

—No te estaba preguntando a ti, hermanito. —La palabra cayó como una bomba en mi pecho. Hermanito.

Tragué saliva, sentí la voz temblar.
—Tyler… está bien. Solo… no te reconocí. Yo también te extrañé.

No sabía si decía la verdad o una mentira de emergencia. No sabía nada. Solo que mis piernas podían fallar en cualquier momento.

Nathan giró hacia mí con una incredulidad feroz.
—¿Se conocen? ¿Lo extrañaste?

—Nos conocemos, sí. —Tyler dio un paso hacia adelante, su mirada quemándome viva—. Y ahora escucha bien, Nathan Evans: jamás intentes lo que estabas intentando con Layla… porque ella es el amor de mi vida.

Me faltó aire. Quise gritar, llorar o reír histéricamente, pero solo salió silencio.
Amor de su vida.
Hermano de mi esposo.
Destino o condena. No sabía. Solo sabía que estaba atrapada en una pesadilla perfectamente diseñada.

Nathan me miró como si yo acabara de apuñalarlo.
—Pues parece que el amor de tu vida es mi esposa. Mi legítima y amada esposa.

La palabra esposa se sintió como cadenas alrededor de mi cuello. Tyler palideció.

—Exesposa —susurré, sacando los papeles como si ese pedazo de papel pudiera salvarme.

Él me miró como si no entendiera el idioma.
—¿Cuándo? ¿Por qué con él? ¿Es una venganza? Te dije que volvería…

El dolor de su voz me atravesó como cuchillas. Mis manos temblaban.
—Hace dos meses… No sabía que era tu hermano. Nunca usaste Evans. Nathan… Nathan nunca habló de ti. Dios… Tyler, lo siento tanto…

Las lágrimas me ardieron antes de salir.
—Yo te esperé. Te esperé tanto… pero al final lo conocí y me enamoré de él. De este imbécil que… —no pude seguir. Porque en esa frase había más verdad de la que quería admitir.

Sentí que el aire se volvía demasiado pesado, que el suelo se movía bajo mis pies.
—Necesito salir de aquí —jadeé, con el pecho ardiendo, la ansiedad subiendo como un maremoto.

Intenté caminar hacia la puerta, pero Nathan me bloqueó.
—No voy a firmar —su voz era firme, rota y orgullosa al mismo tiempo.

—Déjala ir, Nathan —Tyler, esta vez, sonó frío.

—No me digas qué hacer. Layla es mi esposa. —Nathan me tomó del brazo. Y yo ya no tenía fuerzas ni para zafarme.

El mareo me golpeó de lleno. El perfume de Tyler seguía en el aire, mezclado con el calor de la oficina, la tensión, los recuerdos que me ahogaban. Dior Sauvage. Era como si me envolviera entera, recordándome quién fui y todo lo que perdí.

El mundo se dobló sobre sí mismo. El sonido de sus voces se volvió lejano.
Y justo antes de que todo se volviera negro, mi último pensamiento fue que ese olor seguiría persiguiéndome incluso si no despertaba jamás.

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Abrí los ojos y la luz me golpeó como una cachetada. No era mi ventana. No era mi cama.
El techo blanco me pareció infinito, como si quisiera aplastarme.

Tragué saliva, intentando que mi respiración no sonara tan rota. ¿Qué pasó?
El corazón me latía en la garganta. Busqué mi bolso, mi teléfono, cualquier cosa que me dijera que seguía en mi vida… pero la habitación estaba demasiado ordenada. Demasiado pulcra. Demasiado ajena.

—Ah, despertó, señora Evans. —Una voz masculina interrumpió mi espiral. Un hombre de bata blanca me sonreía desde la puerta, lentes gruesos, gesto sereno.
—Layla —corregí, mi voz salió más seca de lo que pretendía—. ¿Dónde está mi teléfono? Necesito irme a casa.

El doctor parpadeó, como si no hubiera escuchado bien.
—Pero… ya está en casa.

Me quedé helada.
—Se equivoca. Vivo en Sprint Hill 453. Piso 3. Departamento 414.

El hombre se acomodó las gafas, nervioso.
—Su esposo entregó ese departamento. Dijo que… por su estado de salud… lo mejor era que regresara aquí.

La rabia me encendió desde la base de la nuca hasta la punta de los dedos.
—¿Qué estado de salud? —Mi voz temblaba, pero no de miedo—. Solo fue un ataque de ansiedad.

El recuerdo me apuñaló: el suelo frío de la oficina de Nathan, mi pecho ardiendo, la sensación de que el aire se hacía de cristal. Desde la ruptura, los ataques me acechaban como un depredador paciente. Y Nathan… Nathan había convertido esa fragilidad en un arma.

Abrí la puerta con un golpe. El pasillo era largo, silencioso, olía a madera encerada y perfume caro. Un lugar que alguna vez llamé “hogar” y ahora me daba náuseas.




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