Contigo o sin ti!

7.

Capitulo 7

Layla

Habían pasado cuatro semanas desde que Nathan salió de mi vida con la misma frialdad con la que se cierra una puerta y no se vuelve a abrir. En esos días, el silencio fue un bálsamo inesperado; ni su voz ni la de Tyler cruzaron mis oídos. Tyler insistió, claro, marcando mi número hasta el cansancio, pero yo desaparecí también de su horizonte. Lo que vi en sus ojos aquel día me dejó una náusea que aún no me abandono.

Mi madre siempre repetía que una mente ocupada es un corazón anestesiado. Era su receta cuando mi padre decidió marcharse y, como una hija obediente, me aferré a esa misma estrategia.

Nathan, en su acto final de desprendimiento, vendió el departamento que compartíamos y me dejó sin un rincón propio. Con la mitad de ese dinero compré una pequeña casa en las afueras, un lugar donde el silencio era más denso que el aire. Pasé las semanas entre cajas, polvo de yeso y el sonido de un martillo golpeando la madera como si cada clavo asegurara no solo una pared, sino mi intento de reconstruirme.

Ana estuvo ahí, como siempre. Mi amiga, mi compañera de piso antes de que yo cometiera el error de convertir a Nathan en marido. Ella sostenía la luz cuando todo parecía apagarse. Mi madre había regresado a su vida con Mark, su nuevo esposo, y yo celebraba su alegría a la distancia. Se lo merecía: una ciudad nueva, un amor nuevo, un comienzo limpio.

Yo, en cambio, regresé a la galería de fotos en la calle Hill. El lugar olía a químicos y memorias que preferiría borrar, pero necesitaba ese trabajo. Pocas horas, buen sueldo. Un refugio práctico. Los viernes ahora tenían otro matiz: Ana y yo habíamos aceptado un empleo temporal en un bar del centro. Un experimento, decía ella. Yo lo llamaba distracción.

—¡Layla! ¿Piensas salir algún día o me voy sola? —gritó Ana desde la habitación principal.

—Estoy intentando convencer a esta camisa de que no quiere matarme —respondí desde el baño, mientras luchaba por acomodar mis senos en aquel trozo de tela que el lugar osaba llamar “uniforme”.

—Exageras. Yo me siento poderosa con este conjunto —dijo ella, observándose en el espejo con una sonrisa satisfecha.

—Será porque tu cuerpo coopera. El mío… —salí del baño y dejé que la evidencia hablara: la tela tensada a punto de rendirse.

Ana me miró y se llevó una mano a la boca.
—Vale, admito que eso es un arma de destrucción masiva. No sé si tus “grandes bubis”, como diría Shane, sobrevivirán la noche en ese sitio.

—Tal vez sea una señal del universo. Quizás no debería ir.

—Oh, por favor. Eres una diosa y ni siquiera lo sabes. Ese cabello negro hasta la cintura, esos ojos… Hay gente que mataría por la mitad de lo que tienes. —Se giró hacia su bolso, decidida—. Voy a llamar a Shane. Seguro tiene una solución.

—¿Cómo piensas modificar algo que ya es casi aire? —repliqué, mirando la diminuta falda y el top de cuero.

Diez minutos después, Ana había ganado, como siempre. En mis manos reposaba un vestido rojo de seda, tan breve como el anterior pero con una elegancia peligrosa.

—¿En serio puedo trabajar con esto?

—Shane dijo que cualquier cosa sexy que resaltara tus atributos servía. Y con la gorra y el pase, estarás perfecta. Anda, no tenemos tiempo.

Suspiré y me rendí a la corriente. El vestido se deslizó sobre mi piel como agua tibia. El escote en V no dejaba lugar para sostén, lo cual me incomodaba, pero no había espacio para quejas. Solté mi melena negra, pinté mis labios de rojo, un poco de rímel, perfume en la clavícula. Los tacones anclaron la última capa de la transformación.

Ana me vio salir y silbó.
—Dios santo, Layla… eres dinamita.

—Siempre exageras.

—No, hoy no. Vámonos antes de que me den ganas de odiarte.

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El bar estaba a cinco minutos en auto. Las luces de neón del centro eran una lluvia líquida en el parabrisas. Al llegar, el aire olía a alcohol anticipado y promesas de madrugada.

—Niñas hermosas, hoy es importante. Despedida de soltero de un cliente pesado. Necesito sonrisas, tragos perfectos y energía. —La voz de Shane era pura adrenalina.

—No te defraudaremos —respondió Ana con esa chispa que siempre envidié.

Yo, en cambio, sentí un nudo de ansiedad trepar por mi estómago.

—Respira —me dijo Ana en voz baja, apretándome la mano.

Me asignaron la barra, lejos del escenario principal. Mejor así. Menos exposición, menos riesgo de que el mundo me mirara demasiado.

—Hola, guapa. Soy Sebastián —dijo el bartender, un chico de voz cálida y ojos brillantes. Bastó un segundo para saber que era de los míos.

—Layla. Encantada.

—Dios, esas tetas… injusticia divina. Te odio y te amo al mismo tiempo.

Reí, y con esa risa algo se relajó. En minutos, Sebastián me había enseñado cinco tragos y contado la mitad de su vida. Me cayó bien. Yo a él también.

La voz de Ana estalló en el micrófono. Aplausos. El anuncio de que los invitados principales estaban entrando.

Las puertas se abrieron. Luces, música, el aire mismo vibrando.

Y entonces lo vi.

Primero Tyler. Y detrás de él, como un fantasma que jamás me dejaría en paz, Nathan Evans.

Mi corazón se detuvo, y el bar entero pareció encogerse hasta convertirse en una sola habitación llena de recuerdos que nunca pedí volver a sentir.




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