Capitulo 8: Destino
Layla
El aire del bar era espeso, cargado de perfume barato, alcohol derramado y luces de neón que latían al ritmo de la música como si fueran el pulso de un animal vivo. Olía a deseo y a humo. Ese olor que se pega en la piel como un secreto.
Entonces los vi.
Mi corazón no latió. Se detuvo. Y en ese segundo el ruido, la música, las risas… todo se apagó como si alguien hubiera sumergido mi mundo bajo el agua. Sentí un calor súbito subirme al rostro, mezclado con un frío helado en las manos. El vaso resbaló de mis dedos como si no me pertenecieran y estalló contra el suelo.
Ana los identificó casi al mismo tiempo. Sus ojos me atravesaron desde el otro extremo de la sala: preocupación pura, un grito silencioso de “sal de ahí”. Quería correr hacia mí, lo sentí en su cuerpo, pero estaba atada a su lugar, como yo al mío. Yo no iba a dejar que mis fantasmas arruinaran su noche.
Fingí una sonrisa. “Estoy bien”, le dije con los labios. Mentira. Mi corazón se desangraba en mi garganta. Ella leyó mi mensaje y me mandó dos besos al aire, como un amuleto que no alcanzó a protegerme.
—Oye, Afrodita, ¿estás bien? —Sebastián me tomó la mano y notó el temblor. Afrodita. Ese era mi nuevo nombre. El que él me había regalado hacía apenas una hora.
—Yo… solo… el vaso… —mi voz era una hebra a punto de romperse.
—Cariño, parece que viste a la muerte. Estás blanca…
Y entonces sentí su olor antes de verlo. Ese olor. Madera, tabaco suave y ese perfume que conocía demasiado bien. El perfume que me abrazaba en las madrugadas, que me quedaba pegado en la ropa días después de dormir entre sus brazos. Lo inhalé sin querer y el mundo me devolvió un golpe seco:
—Layla… ¿qué demonios haces aquí?
Su voz. La maldita voz que podía destruirme y reconstruirme en la misma frase.
Levanté la mirada y ahí estaba. Nathan Evans. El traje negro le dibujaba los hombros anchos, la corbata roja colgaba como una herida abierta. Su cabello castaño estaba apenas despeinado. Ese despeinado que siempre parecía casual y me volvía loca. Y sus ojos… esos ojos turquesa que me habían amado, odiado y poseído. Ahora me atravesaban como si buscaran respuestas que yo no tenía.
El bar siguió sonando a lo lejos, pero para mí todo era su respiración, su olor, sus pupilas fijas en mí.
—Afrodita… saluda al cliente —Sebastián carraspeó, tratando de devolverme al mundo real.
Apreté los labios. No iba a quebrarme frente a él.
—Buenas noches, señor. ¿Qué desea beber? —mi voz sonó más firme de lo que sentía.
Nathan no contestó. En cambio, desabotonó la chaqueta y me la extendió.
—Cúbrete.
El olor de la tela me golpeó. Él. Todo él en esa chaqueta. Pero mi orgullo quemaba más fuerte que la nostalgia.
—No la necesito. Gracias.
Saltó la barra con un movimiento rápido. Su cuerpo, tan cerca, me asfixió.
—¿Qué haces aquí, Layla? ¿Necesitas dinero? ¿Por qué estás usando esto?
Su chaqueta cayó sobre mis hombros, envolviéndome en su perfume como si quisiera borrar el bar, borrar a todos los hombres que me miraban. Por un segundo quise quedarme ahí, perderme en ese olor que era hogar y tormenta. Pero no podía. No otra vez.
—¡Déjame en paz! —grité, y mi propia voz me devolvió al cuerpo. Arrojé la chaqueta al suelo y lo empujé—. No tengo nada que ver contigo. Este es mi trabajo. Me gusta el maldito vestido y no necesito tu caridad.
Su mandíbula se tensó. Rabia. No contra mí. Contra el mundo. Contra sí mismo.
—Layla…
—¡No! —lo corté, y el silencio entre nosotros dolió más que cualquier grito.
Sebastián, nervioso, rompió la tensión con un susurro.
—Tequila.
Nathan bebió el shot como si necesitara quemarse por dentro. Yo me giré, buscando aire, buscando no ahogarme en lo que todavía sentía por él.
El cliente del martini me dedicó una sonrisa descarada.
—Si usted sirve todos mis tragos, señorita, pienso quedarme aquí hasta morir de coma etílico.
Nathan gruñó, bajo, animal.
—Largo de aquí, Dan.
La voz de Ana explotó en los altavoces antes de que nada más pudiera pasar.
—¡Buenas noches, gente hermosa! Hoy celebramos una despedida de solteros fuera de lo común. Y quiero que todos aplaudan a la novia y futura esposa de nuestro invitado especial: ¡Amanda Sheik!
El nombre cayó sobre mí como un cubo de agua helada. Mis manos aplaudían por inercia, mientras mi pecho se hundía. Amanda apareció envuelta en blanco, radiante, y el mundo se deshizo en cámara lenta.
Nathan soltó el vaso y la madera de la barra crujió bajo sus puños.
—Mierda… mierda… —su voz fue apenas un hilo roto.
Vi cómo tragaba aire, como si necesitara salir de su propio cuerpo, y luego saltó la barra otra vez para ir hacia ella. Hacia su destino.
Yo me quedé allí, rodeada de luces, humo y música, con el olor de su perfume todavía clavado en mi piel… y la certeza cruel de que seguía perteneciendo a él, aunque ya no debía.
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Editado: 22.08.2025