Contigo o sin ti!

9.

Capitulo 9.

Ébrio

Nathan

El corazón no me latió. Se rompió. Ahí estaba. Layla. Envuelta en rojo como un pecado que no sabía si quería evitar o cometer. El vestido no le quedaba mal, al contrario… era perfecto. Tan perfecto que me dolía. No quería que nadie más la mirara. Ese color gritaba su nombre, pero yo quería que fuera solo mío.

Parecía una locura, pero Layla no pertenecía a ese lugar. Ese bar olía a alcohol derramado, sudor y luces baratas, a promesas que se hacían solo por una noche. Ella olía a casa. Ella era casa.

Antes de pensar, mis piernas me habían traicionado y ya estaba otra vez del otro lado de la barra. La quería lejos de todo eso, de todos. Pero entonces Amanda apareció en el salón y el mundo me dio un golpe seco en el estómago.

Por mucho que quisiera protegerla de todos, la verdad era que yo era quien más daño le hacía.

Salté de nuevo hacia el lado correcto de la barra, no por mí, sino porque si Amanda y Morgan nos veían juntos… sería un desastre. Pero no pude irme. No pude alejarme de ella.

El resto de la noche fue un castigo autoimpuesto: quedarme frente a esa barra como un perro encadenado a sus pies, bebiendo tequila tras tequila como si el fuego pudiera apagar lo que sentía. Cada trago sabía a ella. Cada mirada era una herida abierta.

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Layla

Ahí estaba mi desgracia, sentado frente a mí con la mirada perdida entre mis manos y el vaso. Veinticinco shots de tequila y contando.

Y como si eso no fuera poco, pegada a su espalda como una garrapata rubia, Amanda, su futura esposa.

Era casi cómico que ni ella ni Tyler me hubieran reconocido. Les serví tragos, les hablé. Estaban a centímetros y seguía siendo invisible.

Los padres de Amanda eran otro espectáculo: él pegado al teléfono como si el mundo dependiera de esa llamada, ella agitando el abanico con una mirada que juzgaba hasta el oxígeno del lugar. Había una cuarta silla vacía. Silenciosa. Algo en esa ausencia me heló la piel.

—Entonces déjame ver si entiendo, Afrodita… —Sebastián me sacó de mi nube, con los ojos brillando de puro chisme—. Ese de ahí fue tu primer amor y ni siquiera sabe que eres tú…

Asentí en silencio.

—Y el de aquí, el que tiene la garrapata rubia pegada, es tu exesposo, que también resulta ser el hermano menor de tu primer amor, y todo esto mientras celebramos SU despedida de soltero.

—Exacto. Mi vida es una tragicomedia —me bebí el daiquiri de fresa de un solo golpe.

Sebastián silbó, impresionado.
—Esto no es una película romántica, esto es un maldito reality show.

—Una película de terror, más bien —contesté sirviéndome otro.

Él me miró con seriedad inusual.
—No. Esto es amor. El verdadero. El que arruina todo. Lo que ustedes dos emanan es casi obsceno, Layla. El pobre rubia no tiene idea de que está parada en medio de un huracán.

Me reí. No podía hacer otra cosa.

—Bah… seguro es el maquillaje. Si Tyler no me reconoce es porque esta cara ahora es obra de arte.

Sebastián negó.
—No me refiero a Tyler. Me refiero a Nathan. Ese hombre preferiría morir antes que casarse con la rubia cuando te tiene a ti enfrente sirviéndole cada trago como una diosa griega en un vestido rojo que podría empezar una guerra. ¿Te parece poco poético?

No pude evitar reír a carcajadas. Sebastián tenía un don para convertir la tragedia en circo.

Pero la risa murió cuando escuché esa voz en el micrófono.

—Invitemos a Nathan a decir unas palabras —Charlotte. La bruja de Charlotte.

Nathan negó con la cabeza, pero todos comenzaron a aplaudir. El sonido lo empujó de la silla. Se levantó tambaleándose, el tequila escurriendo de sus venas a su andar. El público celebró como si fuera un héroe. Su madre puso cara de infarto cuando lo vio tan ebrio.

Sebastián aplaudía como un maniático. Me susurró:
—Prepárate, Afrodita. El show apenas comienza.

Y entonces, como si la noche no pudiera ser más cruel, una voz conocida me heló la sangre.

—¿Afrodita? ¿Es tu nombre artístico o… qué diablos haces aquí, Layla?

Tyler.

Sebastián se quedó mudo, como si lo hubieran pescado en medio de un crimen. Yo me bebí otro daiquiri antes de poder hablar.
—Hola, Tyler. ¿Un trago?

Su chaqueta cayó sobre mis hombros como una repetición enfermiza.
—Tienes que salir de aquí. Nathan te vio. Va a hacer algo impulsivo, algo estúpido.

Suspiré, tirando la chaqueta de nuevo.
—¿Qué carajos les pasa a ustedes dos? No soy propiedad de nadie. No tengo frío. Y este es mi trabajo.

—Desde cuándo eres tan terca, Layla. Esto se va a poner feo. Por tu propio bien… tienes que salir de la vida de Nathan.

Sus palabras se quedaron flotando en el aire justo cuando Nathan tomó el micrófono.En ese momento supe que la noche estaba a punto de incendiarse. El salón entero contuvo el aire. Ese tipo de silencio donde hasta el hielo de los vasos parece dejar de chocar.

—Buenas noches a todos… —balbuceó, tambaleándose—. Gracias por venir tan elegantes y tan felices… a mi funeral.

La palabra cayó como dinamita. Charlotte corrió a quitárselo, pero él se apartó con una media sonrisa borracha. El olor a tequila se mezclaba con perfume caro y sudor de tensión.

—Tranquila, madre… tranquila. Igual vas a cobrar tus millones. La cláusula es simple: me caso con la señora en cuestión —dijo señalando a Amanda como si fuera un adorno de mesa.

Un murmullo corrió como pólvora. Varias manos levantaron celulares para grabar la caída de un imperio.

El padre de Amanda se levantó como un toro, cruzó el salón y le susurró algo a Charlotte. Ella se puso gris. Amanda, en cambio, comenzó a llorar, pero no sonaba a pena: sonaba a miedo. La madre… inmóvil, como si todo esto fuera parte de un guion que ya había leído.

Y entonces, Nathan giró. Y me apuntó.

—¿Ven a esa mujer de allá? —su voz se quebró, pero no de tristeza, de rabia contenida—. Esa. La del vestido rojo que debería ser ilegal.




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