Contigo o sin ti!

10.

Capítulo 10: Un pequeño accidente

Layla

Afuera del bar, el aire se sentía espeso, casi irrespirable. Cada bocanada me ardía en los pulmones, como si la noche misma se hubiera cargado de tensión. Mi pecho subía y bajaba rápido, intentando contener esa mezcla de indignación, miedo y una tristeza que amenazaba con quebrarme. Sentía las manos heladas, temblando, y no sabía si era de rabia o de puro nervio.

—Tyler, suéltame ya… no voy a hacer nada estúpido —mi voz salió más rota de lo que quería, como un hilo a punto de romperse.

Él me soltó de inmediato. Sus dedos se deslizaron de mis brazos como si hubiera comprendido que retenerme por la fuerza era como intentar sostener un vidrio ya resquebrajado. Sus ojos se suavizaron apenas un instante, antes de volverse fríos otra vez.

Giró la vista hacia Ana. Solo necesitó una mirada para reconocerla.
—Ana, ¿verdad? Así te llamas.

Ella asintió, aunque tenía la mandíbula apretada y la tensión marcada en los hombros.

—Escuchen… —su voz bajó un tono, cargada de urgencia—. Deben irse ahora mismo. No puedo acompañarlas.

Sacó una tarjeta de su chaqueta con manos rápidas y se la tendió a Ana. La luz del poste callejero hizo brillar el papel blanco en medio de la noche.

—Layla es demasiado orgullosa para pedirme ayuda, pero sé que tú sí llamarás si algo pasa. Ese es mi número.

El silencio en el auto era tan denso que podía cortarse. Ana tomó la tarjeta con dedos temblorosos.
—¿Esto me está asustando…? ¿De verdad un lío amoroso es tan grave para esta gente? —su voz era apenas un susurro.

Tyler soltó una risa seca, amarga, como si la pregunta le doliera.
—No es un lío amoroso. Son negocios. Secretos. Cosas que no entienden… cosas oscuras. Y sí, es peligroso. Incluso para Nathan lo es. —Nos miró una última vez, y vi miedo real en sus ojos. Ese miedo que no se finge.
—Tengo que irme. Tampoco puedo estar cerca de ustedes ahora.

Antes de que pudiera decir algo más, cerró la puerta del auto de golpe. El ruido retumbó en mis oídos como una sentencia. Ana encendió el motor con manos tensas y Sebastián, desde el asiento delantero, se giró para mirarme. Nadie dijo una sola palabra mientras nos alejábamos. El silencio era más aterrador que cualquier explicación.

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A la mañana siguiente desperté con un dolor de cabeza infernal, como si mil martillos golpearan dentro de mi cráneo. Todo me daba vueltas, el techo, las paredes… hasta el aire parecía moverse. Sentía la boca seca, el estómago revuelto y una urgencia incontrolable de correr al baño.

Me levanté tambaleando, como si caminara sobre un barco en plena tormenta, y me aferré al inodoro con todas mis fuerzas. Ese se convirtió en mi lugar seguro durante casi toda la mañana. Cada arcada era un recordatorio cruel de lo mucho que me había pasado con el maldito daiquiri.

El celular sonó una vez. Luego otra. Pero ni siquiera podía levantarme. A la tercera llamada, reuní un esfuerzo sobrehumano para salir del baño sin dejar un rastro de desastre en el piso. Contesté con la voz hecha polvo.

—¿Layla? ¿Estás bien? Llevo rato intentando contactarte, me tenías angustiada —Ana sonaba al borde de la desesperación. Ella había tenido que dejarme sola en casa porque su madre tuvo un imprevisto.

—Lo siento… No, no estoy bien. ¿Puedes venir? Por favor —susurré, dejándome caer en la cama como si mi cuerpo no tuviera huesos. La maldita resaca me estaba matando.

—¿Es por Nathan? ¿O por Shane? ¿Estás con Tyler? Ya voy para allá —su tono subió de preocupación a alarma.

—¡A la mierda ese trío de idiotas! Es por el daiquiri… no dejo de vomitar, siento que voy a morir. Ven ya, por favor —supliqué antes de colgar para volver al baño.

Me quedé otra vez abrazada al inodoro, sintiendo el frío del azulejo en la piel. Cuando los mareos bajaron un poco, decidí llenar la bañera. El sonido del agua cayendo me dio una extraña sensación de calma. Nunca me emborrachaba, de hecho, creo que era la primera vez que me pasaba algo así. No tenía experiencia. Ana tampoco.

La única referencia que me vino a la mente fue una vez, cuando mi madre recién se había separado de mi padre. Bebió una botella entera de vino tinto y casi quedó inconsciente. Recuerdo la desesperación de llamar a mi tía Carol, y cómo ella la metió bajo la ducha hasta que reaccionó. Seguiría el ejemplo de mi tía Carol.

Me metí con todo y ropa en la bañera y dejé que el agua fría me golpeara. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda y un poco de claridad volver a mi mente. Fue entonces cuando el timbre sonó. Una, dos, tres, cuatro veces.

—Debe ser Ana… —murmuré, pero el sonido era como cuchillos perforando mi cabeza.

Salí como pude, me envolví en una toalla sobre la ropa empapada y bajé las escaleras tambaleando. Aún mareada, pero con la suficiente fuerza para querer gritarle a Ana por tanto escándalo.

Abrí la puerta de golpe.
—¿Dónde dejaste tu llav…?

Me congelé. No era Ana. Era la bruja de Charlotte. De pie frente a mí, con esa mirada de desaprobación que siempre me hacía hervir la sangre.

—Te ves más horrible que de costumbre —soltó con ese tono burlón que tanto odiaba.

—Genial… —bufé—. No estoy interesada en comprar galletas, puede marcharse.

Su cara se deformó en una mueca de indignación.
—Eres el demonio hecho mujer. ¿Por qué te empeñas en desgraciarle la vida a mi hijo?

—¿Su hijo? ¿Quién demonios es su hijo? —pregunté fingiendo ingenuidad.

—¡No te hagas la tonta! Dijiste que desaparecerías, que querías firmar el divorcio. Te ayudé, cumplí mi palabra. Entonces, ¿por qué sigues detrás de él? ¿Acaso quieres dinero? —dijo sacando su chequera como si quisiera comprar mi dignidad.

—No quiero a su hijo cerca, no quiero su cochino dinero, y no la quiero a usted en mi casa. Así que váyase ahora —gruñí, luchando contra el mareo que amenazaba con arrastrarme.

—Canceló la boda con Amanda, y es todo tu culpa. Esta es mi última advertencia. He intentado hacerlo por las buenas, pero no funciona. Si te quieres un poco, o quieres a tu madre, o a tu amiga… sal de nuestro camino de una vez por todas.




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