Contigo o sin ti!

12.

Capitulo 12: Rosas rojas

Layla

Me vestí a toda prisa, casi arrancándome la piel en el intento de ponerme la blusa. El reloj marcaba un tiempo que no era mío. Una entrevista. La entrevista. Y yo, como siempre, corriendo detrás de mi propia vida. Me golpeé la frente con la palma de la mano, tan fuerte que Ana me lanzó una mirada de advertencia desde la cocina. No había espacio para el reproche.

Tomé el celular temblando y marqué el número de Sebastián.
—Por favor, ven ya. Necesito que me lleves —supliqué, mi voz hecha un nudo de urgencia—. Tengo veinte minutos y Ana se llevó el coche al taller.

Cinco minutos después, el claxon cortó el silencio de la calle como un latigazo.
—¡Muévete, Afrodita! Oficialmente tienes quince minutos para atravesar la ciudad —gritó Sebastián desde la ventanilla.

Salí volando, los zapatos medio puestos, la cartera un desastre de papeles y lápices, y mi cabello… un huracán sin dueño.

—Gracias, gracias, gracias… —repetí al cerrar la puerta y apretar el cinturón de seguridad como si pudiera sujetar mi vida con él.

—Tranquila, solo… por favor, péinate —bufó Sebastián mientras el motor rugía y el mundo se volvía una ráfaga de luces y asfalto.

El trayecto fue un parpadeo. Llegué con el corazón en la garganta y los dedos aún temblando. El recepcionista anotó mi llegada con un gesto mecánico, y en un abrir y cerrar de ojos ya estaba frente a la puerta.

—Puede pasar —retumbó una voz grave desde adentro.

Empujé la puerta.
—Buenos días… —murmuré, casi sin aire.

El hombre levantó la mirada de su reloj y arqueó una ceja.
—Buenas tardes, querrá decir… señorita Lanna.

Sonreí nerviosa.
—Layla —corregí.

Se sonrojó apenas, un destello que se escondió rápido bajo su compostura.
—Mis disculpas. Puede sentarse, no haremos la entrevista de pie ni está de penitencia por llegar tarde.

Sentí cómo una gota de sudor se deslizaba por mi espalda. ¿Habían sido solo cinco minutos? ¿O cinco años? Me senté con cuidado, como si el aire pudiera quebrarse.

—Veo en tu currículo que trabajaste en Galerías Hill dos años. ¿Qué motivó tu salida? El puesto parecía estable, y… pagan bien —dijo, observándome como si pudiera atravesar mis palabras.

Nathan. Su nombre me golpeó como un eco prohibido. Ahí lo conocí, ahí dejé partes de mí que no sabía que podían romperse. Tragué saliva.
—La paga es buena, sí. Sigo ahí… solo que con menos horas.

—Entonces… ya tienes trabajo —su tono era filo, y sentí cómo mi respuesta se volvía un error en cámara lenta.

—Es… un medio trabajo —intenté recomponer, pero las palabras se me deshicieron en la lengua.

Él cerró la computadora con un golpe seco que sonó como una sentencia.
—Entonces no veo razón para que necesites entrar a esta empresa.

La rabia subió como fuego desde el estómago. Me incorporé de golpe.
—¿Dejará de entrevistarme porque tengo un medio trabajo? ¿Cree que la gente solo trabaja por dinero?

Su mirada se endureció.
—¿Y si no es por dinero, por qué otra cosa trabajaría la gente, señorita Lanna?

—Layla. Mi nombre es Layla —mi voz se quebró apenas, pero no bajé la mirada—. Si hubiera preguntado por qué estoy aquí, le habría dicho que soy buena investigando, escribiendo, moviendo redes sociales. Habría mencionado que estudio periodismo y que necesito experiencia en el área. No todo es dinero, señor Wayne. No siempre trabajamos solo por eso. Buenas tardes.

Me puse la chaqueta con manos que temblaban de ira y adrenalina, girando sobre mis propios talones hacia la puerta.

—Bienvenida al periódico, señorita Layla. Empieza mañana a las tres. No llegue tarde… o me arrepentiré.

Me quedé quieta. La emoción me atravesó tan rápido que tuve que morderme el labio para no gritar en su cara.
—No lo defraudaré —alcancé a decir antes de huir de allí, con el corazón golpeando mi pecho como un tambor.

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Siempre corriendo. Como si la vida me persiguiera con un reloj gigante dispuesto a devorarme. Salí de clases y tuve que volar hasta Galerías Hill para cumplir mi turno de cuatro horas. Cuando entré al estacionamiento, la lluvia me recibió como un balde de agua helada.

—¿En serio, universo? ¿Qué te hice? —grité al cielo gris mientras mi ropa se me pegaba a la piel.

—Llegas tarde y mojada —canturreó Mandy desde la recepción.

—Mi auto está en el taller, y ahora hay tormenta —escupí entre dientes.

—El auto no es mi problema. Y la tormenta la anunciaron hace días. ¿Nunca ves el canal del tiempo? —dijo, lanzándome el uniforme.

—¿Quién carajos ve el canal del tiempo? —repliqué con rabia, mientras recogía la ropa de mala gana.

—Todos, menos tú. Por eso estás chorreando —rió.

No respondí. El agua en mis zapatos hacía un sonido irritante mientras caminaba hacia los vestidores. Metí la llave, abrí la puerta y encendí la luz.

Fue entonces cuando lo vi.

Un ramo de rosas rojas. No, no un ramo. Una explosión de pétalos sangrientos descansando sobre la mesa frente a mi casillero. Me quedé inmóvil. El olor dulce y metálico de las flores llenaba el aire.

—¿Qué…? —mi voz era apenas un hilo.

Me acerqué. Había un sobre negro colgando entre los tallos. Lo tomé con dedos temblorosos y abrí la tarjeta.

"Recibe estas hermosas rosas rojas como regalo. Obsérvalas detenidamente y mira lo mucho que se parecen a ti: hermosas, pero comunes. No te sientas especial, Layla, cualquiera puede recibir rosas. Quédatelas y ve cada día cómo se marchitan; que sean tu espejo. Y no, cariño, no es una advertencia. Es una amenaza."

PD: Tal vez la próxima vez que recibas flores sea en tu funeral.

Firma: Anónimo

El silencio del vestidor se volvió denso. El perfume de las rosas me asfixiaba. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí un frío que no venía de la lluvia.




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