Contigo o sin ti!

13.

Capitulo 13: De nuevo tú.

Layla

Tiré la tarjeta al suelo de inmediato. Mi corazón golpeaba con fuerza dentro de mi pecho como si quisiera escapar. Un escalofrío me recorrió la espalda. El aire se volvió espeso, casi irrespirable. Por unos segundos, quedé paralizada, sintiendo cómo el miedo me apretaba la garganta. Al reaccionar, recogí la tarjeta con dedos temblorosos, tomé mis cosas y salí corriendo del lugar sin mirar atrás.

Volví a recepción, empapada de sudor frío y con la mirada desorbitada. Mandy me observó con el ceño fruncido; notó que no me había cambiado de ropa y que mi rostro había perdido todo color.

—Oye, chica problema, ¿estás bien? —preguntó con cautela.

—¿Quién dejó las flores en mi vestidor? —cuestioné con voz temblorosa, sintiendo que cada palabra pesaba como plomo.

—Pues... el chico de la floristería. ¿No te gustaron? —respondió inocente, sin notar el pánico en mis ojos.

—No importa. Debo irme. Lo siento —dije y salí corriendo, sin dar más explicaciones.

La lluvia me recibió como una bofetada helada. Corrí sin rumbo por la calle mientras el viento aullaba entre los edificios y las gotas golpeaban mi cara como agujas. El celular se había apagado; estaba empapado, muerto. Sin poder comunicarme con Ana o Sebastián y con los taxis negándose a frenar, me sentí atrapada.

Un mareo violento me hizo tambalear y sentí un nudo formarse en la garganta. Antes de poder buscar dónde apoyarme, me incliné hacia un lado y vomité en la acera. La vergüenza me recorrió el cuerpo como fuego, pero agradecí que la lluvia escondiera mi miseria de miradas curiosas.

Con las pocas fuerzas que me quedaban, caminé las dos cuadras que me separaban de casa.

***

Nathan

Eran casi las diez de la noche. Llovía con una intensidad abrumadora; el sonido de las gotas contra el asfalto era ensordecedor. Esperaba bajo el alero de la casa de Layla, empapado y temblando. No tenía a dónde ir. Mis manos estaban heladas y el poco dinero que llevaba encima no alcanzaba ni para un café.

Entonces la vi. Su silueta avanzaba entre la lluvia, encorvada, descompuesta. Al verme en la puerta, sus ojos se abrieron como platos. Su rostro pálido se tornó aún más ceniciento.

—¿Pero qué mierda haces aquí? —dijo, su voz afilada por el enojo.

—¿Puedo quedarme? No tengo a dónde ir —respondí, tragando saliva.

—¡Definitivamente no! Por favor, apártate —soltó con dureza.

Me hice a un lado. Ya imaginaba esta reacción, la había ensayado en mi cabeza una y otra vez. Pero dolía. Su desprecio dolía más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Insertó la llave en la cerradura, pero antes de abrir la puerta, se desplomó. Corrí a sujetarla.

—¡Ey, Layla! ¡Layla! —grité, desesperado.

Ella se apoyó en mí, temblorosa.

—No me siento bien, Nathan... creo que voy a morir —murmuró, rompiendo en llanto.

La cargué en brazos. Su cuerpo, empapado y liviano, se acurrucó contra mi pecho. La recosté en el sofá, buscando con ansiedad mi celular, pero no había señal. Maldije en silencio. Tenía que improvisar.

—¿Dónde está el baño? —pregunté. Ella, apenas audible, susurró: —Arriba... en mi habitación.

La subí con cuidado, abrí la ducha, y dejé correr el agua tibia. Le quité la ropa mojada, con el máximo respeto, y la ayudé a meterse bajo el chorro. Luego la vestí con ropa seca y la llevé a la cama, donde temblaba sin cesar.

—En la cocina... segundo cajón... hay paracetamol —dijo. Bajé de inmediato, encontré los analgésicos y se los llevé con un vaso de agua.

—Gracias, Nathan. Por hoy... puedes quedarte —dijo antes de quedarse dormida.

Me senté en el suelo junto a su cama, vigilándola. No tenía a nadie más. Ni ella ni yo.

Layla

Desperté sintiéndome como si hubiese dormido un siglo. Nathan estaba en el suelo, recostado en una postura incómoda, como si no se hubiera movido en toda la noche.

No sabía cómo había terminado aquí, pero lo agradecía. De no ser por él, quizá no habría despertado.

Recordar la carta me revolvía el estómago. Necesitaba encontrar al culpable de esa amenaza.

Me levanté con esfuerzo, y Nathan abrió los ojos de golpe.

—¿A dónde vas? ¿Te sientes mejor? —preguntó, su voz cargada de preocupación.

Nos miramos por unos segundos. ¿Por qué siempre terminábamos así? En círculos viciosos.

No lo veía desde aquella noche, cuando ebrio, había enfrentado a su madre. Charlotte apareció al día siguiente, con amenazas y mentiras que me hicieron desistir de cualquier intento de reconciliación.

—¡Ey, Layla! No te ves bien. Vamos al médico —dijo al ver mi palidez.

—Estoy bien. No tienes que preocuparte. Ya puedes irte —respondí, recogiendo mi cabello.

—No te ves bien, vamos por favor —insistió.

—¡Dije que te vayas! —grité, señalando la puerta.

—No tengo a dónde ir... Charlotte me sacó de la casa. Y el departamento ya lo vendimos —dijo rascándose la cabeza.

No podía creer su descaro.

—Lo lamento, pero no puedes quedarte aquí. No tenemos nada, Nathan. Ni siquiera somos amigos.

Me cambié de ropa sin pudor. Él me miró, incrédulo.

—¿Qué haces? ¿Por qué te desvistes frente a mí? ¿Me estás provocando? —intentó bromear.

Lo fulminé con la mirada.

—Cuando regrese, no quiero que estés aquí.

Me puse los jeans, el suéter negro, y colgué la bandolera al hombro. Cuando avancé hacia la puerta, un fuerte mareo me dobló. Nathan me sostuvo antes de que cayera.

—En serio, no te quiero aquí cuando vuelva —repetí.

—Ok. Pero solo si vas al doctor —dijo, sus ojos sinceros clavados en los míos.

—Iré —cedí.

—Volveré para cerciorarme —agregó bajando conmigo por las escaleras.

—No hace falta. Prefiero enviarte un texto antes que tenerte rondando por aquí —dije, buscando mi celular, que seguía muerto.

La lluvia seguía cayendo con fuerza. No podía llamar a nadie. Maldije en voz baja.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.