Capitulo 37: lluvia
Layla
Nathan no paraba de decir que “algo malo pasó”, cuando en realidad lo malo que estaba pasando era su ataque de pánico y la falta de aire que casi lo mata. Gracias a Dios, y a la atención rápida de la chica, todo salió relativamente bien.
Aun así, el resto del viaje fue una agonía. Verlo en ese estado me desesperaba, y más porque sabía que no teníamos a nadie esperándonos al llegar; solo éramos él y yo contra el mundo.
Apenas aterrizamos y bajamos del avión, lo trasladaron al hospital más cercano, donde pasó la noche en observación. Yo, por mi parte, me quedé afuera, en la sala de espera.
—Leah Shutter, puede pasar y ayudar a su esposo a recoger sus cosas.
Estaba en un limbo total. Ni siquiera supe que esa mujer se estaba dirigiendo a mí.
—¿Me escuchó, señora? —dijo, tocando mi hombro.
Asentí y la seguí, arrastrando las dos maletas junto con los bolsos de mano. Estaba enredada, hecha un desastre.
—Pero señor Nath, vaya con calma. Está mejor, pero aún debe hacerse análisis y guardar reposo —una enfermera discutía con Nathan, que estaba desesperado por salir de allí. Lo entendía: yo también quería salir cuanto antes de ese hospital.
—¡Layla, gracias a Dios! —al verme frente a él levantó la mirada al cielo, y yo también la levanté al verlo.
—Leah, no Layla —le susurré mientras lo abrazaba.
—Estoy harto de esta situación. Es una estupidez lo de los nombres… y también estar aquí. Quiero regresar —estaba completamente en protesta.
—Por favor, baja la voz. Tú te sientes mejor por fortuna, pero hay muchas personas enfermas intentando descansar —lo reprendí. La enfermera asintió, dándome la razón.
—Cómo no van a gustarse Tyler y tú, si son absolutamente iguales.
Le dediqué una mirada de desaprobación. No entendía a qué venía ese comentario.
—Bien, señora Leah. Estos son los medicamentos que él debe tomar. Está en tratamiento por cuatro días. Si empeora, deben volver sin pensarlo.
—Pero no entiendo… ¿tratamiento para qué? Él solo tuvo una crisis de ansiedad.
—¿Usted es doctora? —me miró con enojo. Nathan, por su parte, parecía divertido.
—No… lo siento —me disculpé. Había sido grosera.
—Su esposo tuvo hipoxemia. Creemos que fue por la altura. Sin embargo, es un caso atípico, porque generalmente el mal de altura afecta a personas que practican alpinismo. No suele ocurrir viajando en avión.
—¿Qué es eso? No estoy entendiendo. Suena como si fuese a morir. ¿Morirá? —tomé la mano de Nathan, realmente aterrorizada. La mujer me miró extrañada.
—Claro que voy a morir. Deberías amarme y complacerme estos últimos días que me quedan —dijo él. Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—No sea cruel. No juegue así con la inocencia de su esposa —la enfermera le habló furiosa. En ese momento supe que, como siempre, Nathan estaba jugando.
—Imbécil —le solté, quitando mi mano y dándome media vuelta para salir con las maletas. Me detuve—. ¿Pero qué hago yo llevando tus cosas? Ve y toma tus maletas.
Nathan corrió a donde estaba yo para agarrar sus pertenencias.
—Están completamente de manicomio los dos —dijo la enfermera, entregándome el papel con las indicaciones médicas.
—Discúlpenos, y muchas gracias —respondí con educación, y salí del hospital, aún enojada.
Nathan me siguió, y durante todo el trayecto no dejaba de llamarme:
—Layla, Leah, Layla, Leah…
Su actitud me estaba haciendo perder la paciencia.
—¡SILENCIO! —le grité mientras intentaba parar un taxi.
—Lo siento… estaba bromeando para aligerar la situación. No te pongas así. No hay necesidad de ponerle más drama a nuestras vidas —me miró con esa cara tan linda que ponía cuando hacía alguna estupidez.
—Por favor, no me hables en lo que te queda de vida —solté el estrés en un suspiro. Pocos segundos después, enormes gotas de lluvia comenzaron a caer.
—Lo que faltaba. ¿Pero qué fue lo que yo hice para merecer esta tortura? —exclamé, indignada por nuestra triste situación.
Nathan se sentó en el banco del paradero de autobús y me hizo señas para que me sentara a su lado. Por suerte, se había tomado en serio lo de guardar silencio.
—Iré… solo porque entre mojarme y sentarme contigo, prefiero sentarme contigo. Al menos no tendré frío —dije, caminando hacia él mientras me miraba victorioso.
Coloqué mis maletas junto a las suyas y me senté.
—No tengo idea de dónde estamos. No conocemos a nadie. Ni siquiera sé a dónde iremos… Estoy tan frustrada. ¿Qué se supone que vamos a hacer? —pregunté.
Él abrió su bolso de mano y sacó su teléfono.
—No tiene chip. Y si tuviera, no habría servicio en esta isla —le dije con desdén. Él me miró con desagrado. Cuando terminó lo que estaba haciendo, me mostró el celular.
Decía:
"Hubiera preferido hablarte, pero como decidiste castigarme quitándome la voz, tuve que recurrir a la escritura para responder tus preguntas:
Solté una carcajada enorme, que se convirtió en una risa incontrolable y contagiosa, que nos sacó lágrimas de felicidad a ambos.
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Editado: 26.11.2025