Contrato con la firma del amor

Capítulo 3

Un dolor agudo me arrancó del sueño y me envolvió toda la cabeza. Gemí, apretando la manta entre las manos y deseando desaparecer para no sentir. No funcionó, y tuve que hacer algo más que quedarme hecha un ovillo en la suavidad.

Abrí los ojos y los volví a cerrar. Tenía arena en ellos y en la boca. Si no tragaba algo líquido ya, me iba a caer redonda.

¿Cuánto bebí anoche?… Mucho. Nunca había tomado tanto alcohol. Pero aquel último vaso y la mirada atenta de unos ojos de chocolate fueron la gota final…

Me quedé así un par de instantes, hasta que a mi cerebro empezó a llegar el sonido de un teclado. Tan tenue y, a la vez, tan despejante. Instintivamente subí la manta hasta el pecho —solo llevaba el sujetador— y me incorporé sobre los codos.

Entorné los ojos para distinguir algo más que manchas borrosas. Me impulsé, me senté y tanteé con la mano las gafas que siempre dejo a la derecha, pero… Nada.

Tragué con dificultad, raspándome la garganta. Moví la cabeza buscando, en vano. Una ola de pánico empezó a cubrirme.

Volví a mirar la mancha un poco más allá de la cama, que no se parecía a la figura de una chica. Mi cerebro gritaba que era un hombre. Y, desde luego, no era Ígor. ¿Un desconocido en mi casa?…

Miré con los ojos redondos la silueta de un hombre totalmente ajeno que, a juzgar por el sonido, tecleaba concentrado en un portátil.

Se me paró el corazón cuando dejó de escribir y alzó la cabeza. En la misma segunda se me cortó la respiración. Estaba segura de que ahora su mirada se clavaba en mí. Madre mía…

—Buenos días, pequeñita —dijo de pronto con un barítono bastante agradable y…

Lo recordé. Esa voz no la confundiría entre mil. Pero solo recordaba su apariencia, su voz y nuestra charla corta y su intervención. Luego, oscuridad…

—¿Q-quién es usted? —chillé asustada, intentando captar el cuarto sin perderlo de vista.

Por los colores que alcanzaba a distinguir, entendí que no estaba en mi casa. ¿Estoy en la suya? ¡Dios! Era muy atractivo, sí, pero la situación me helaba.

—Enseguida entendí que tú y el alcohol no sois amigos —bufó, cerró el portátil y se levantó. Me puse tensa al instante y el cuerpo empezó a temblar—. ¿Te duele la cabeza?

No había amenaza en su voz. Pero aunque no hablara, me sentía como una gatita ciega en la guarida de un león.

—Yo-yo… —mi voz temblaba.

—Solo contesta —dijo tranquilo, sin acercarse.

Tragué nerviosa y asentí apenas. Él suspiró hondo.

—¿Y para qué era necesario beber así? —negó con la cabeza, se acercó un poco y alargó la mano hacia la mesilla, y luego hacia mí—. Toma.

Entorné los ojos y, cuando logré distinguir el contorno de unas gafas en su mano grande, casi suspiré de alivio. Me las puse de inmediato. Tras parpadear varias veces, la imagen empezó a cobrar sentido. Alcé la cabeza otra vez y me quedé inmóvil.

Verlo en el club, a mi altura, era una cosa. Verlo ahora inclinado sobre mí, con una camiseta blanca dada de sí y pantalones caseros, era otra muy distinta.

Si anoche flirteaba y lanzaba frases ambiguas, ahora me miraba con más calma y no hacía movimientos bruscos. Solo estaba ahí, mirándome de arriba abajo, calculando mis siguientes pasos. Igual que yo los suyos.

Volvió a estirar la mano hacia la mesilla; ahora sostenía un vaso de agua y, en la otra, una pastilla.

—Bébela y te aliviará —dijo corto y seguro.

Miré nerviosa su palma extendida y me eché atrás.

—N-no, gracias… —susurré con voz trémula—. ¿Pue… puedo irme? ¿Dónde están mis cosas?…

El pánico empezó a ganar, y miré a mi alrededor buscando una salida o mis cosas. Él, al notar mi estado, habló con un tono un poco autoritario.

—No. Hasta que no te la tomes. Antes de irte, tienes que recomponerte. Si no tomas el medicamento a tiempo, con el dolor fuerte irás a peor —insistió.

—Yo… No lo conozco y no voy a tomar nada que usted me dé —dije tímida, aferrando la manta hasta poner los nudillos blancos.

Frunció el ceño.

—¿Crees que he echado algo? Hm, me alegra que no seas ingenua —dijo y, para mi sorpresa, bajo mi mirada atónita dio un trago amplio al agua—. ¿Y bien? ¿Esperamos cinco minutos?

—Y… y la pastilla… —balbuceé.

—¿También la pruebo? —alzó una ceja. Pensé que se la tragaría, pero fue más sensato: se inclinó a la mesilla, abrió una puertecita y, al siguiente segundo, una blíster de pastillas cayó sobre mis rodillas—. ¿Y ahora?

Leí el nombre y revisé el envase. Todo normal. Asentí en silencio.

—¡Por fin! —exhaló con fuerza, observando cómo me tomaba el medicamento.

—¿Y ahora puedo irme? —pregunté, dejando el vaso.

—Puedes —respondió de repente, sorprendiéndome—. No voy a retenerte a la fuerza. Has dormido en un lugar seguro; mi conciencia está tranquila de que no pasaste la noche en una zanja o por ahí. Ahora puedes irte a casa —siguió hablando mientras se encaminaba a la puerta—. La ducha está un poco más allá, por el pasillo, y si te apetece puedes picar algo, no vaya a ser que te desmayes de hambre por el camino.




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