Contrato floral con el Ceo

19. Louise tiene una nueva casa

Callie

La puerta del ascensor se abre y, en un segundo, quedo boquiabierta. Ni siquiera soy consciente de que mis piernas avanzan hasta que escucho la puerta cerrarse detrás de nosotros.

Es un salto directo de la ciudad al silencio privado de Rowan, a su mundo, como si el edificio entero fuera sólo un disfraz para ocultar su reino.

El espacio es inmenso. Abierto. Innegablemente masculino, pero no frío. Hay una elegancia contenida en cada línea, una armonía que delata el trabajo de un profesional. Todo parece salido de una revista… pero más vivo, más íntimo.

La vista me roba el aliento: ventanales de piso a techo devoran las paredes, revelando a Nueva York extendida bajo nosotros.

Central Park se recorta en la oscuridad como una mancha de tinta entre las luces, y al fondo, los rascacielos parpadean como constelaciones.

Desde aquí, la ciudad parece diminuta. Irreal. Como si ya nada pudiera tocarme.

El suelo es de madera clara, cálida. Las paredes combinan piedra gris humo con detalles de bronce que atrapan la luz suave de unas lámparas suspendidas.

A mi derecha, un sofá de cuero oscuro mira hacia una chimenea de diseño contemporáneo. Frente a él, una mesa baja con un libro de arquitectura perfectamente centrado y un vaso de cristal sin una sola huella.

A la izquierda, la cocina parece un suspiro de mármol blanco con electrodomésticos integrados que se disimulan con elegancia.

Y en el centro de todo… él.

Rowan observa su hogar como si también lo estuviera redescubriendo. Las manos en los bolsillos, la postura relajada, pero con esa energía contenida que siempre lo rodea.

August deposita mi maleta junto al sofá con cuidado y me lanza una sonrisa amable.

Rowan se aclara la garganta, sin apartar la vista de mí.

—¿Qué opinas?

Su voz resuena con calma, pero hay algo en sus ojos, expectativa, como si mi respuesta importara más de lo que debería.

Trago saliva, barajando mil respuestas que no alcanzan.

Todo esto parece un escenario para una editorial de lujo, no un lugar donde alguien duerme, desayuna o camina en pijama.

—Creo… que debí vestirme de gala para venir —digo al fin, con una risa nerviosa.

Él sonríe. Esa media sonrisa que es su marca registrada, y que me desarma sin remedio.

—Así estás perfecta, Callie. Este es tu hogar ahora.

«Mi hogar».

La palabra flota entre nosotros, pesada y ligera al mismo tiempo.

Rowan da un par de pasos hacia mí, deteniéndose lo suficiente para que nuestros cuerpos compartan el mismo aire.

Extiende la mano, sin apresurarme.

»Ven. Quiero mostrarte algo más.

Lo miro en silencio un segundo antes de tomar su mano. Y cuando nuestros dedos se entrelazan, no puedo evitar sentir que ya no estoy simplemente entrando a un penthouse… sino a una historia de la que no sé si saldré ilesa.

Las escaleras nacen desde una esquina discreta de la sala, escondidas tras una pared que parece flotar. Son de madera clara, como el suelo, pero con barandales negros que dibujan líneas delgadas y modernas. Cada peldaño suena apenas bajo nuestros pasos.

Al llegar arriba, nos recibe una galería amplia, flanqueada por paneles de madera y una alfombra beige que amortigua incluso la respiración. Todo huele a limpieza, a orden… a ese tipo de calma que sólo se obtiene cuando se cuida cada detalle.

A la derecha, se extiende un pasillo largo e iluminado por lámparas empotradas que no proyectan sombras, sólo una luz cálida y uniforme. Las paredes lucen cuadros abstractos en tonos oscuros, con marcos delgados, elegantes, y ese aire impersonal que tienen los espacios donde nadie ha vivido… o donde todo ha sido cuidadosamente controlado para que no se note.

—Esa —dice Rowan, señalando la última puerta del pasillo izquierdo— es mi habitación.

Asiento, aunque él no se detiene a mirarla. En cambio, gira hacia el otro extremo del pasillo con naturalidad.

»Y esta es la tuya.

Abre la puerta con un gesto fluido, como si lo hubiera ensayado.

El interior me deja sin palabras.

Todo está bañado en una paleta neutra y serena: gris perla, blanco hueso, toques de madera clara.

La cama es amplia, de esas que parecen construidas para sostener sueños grandes, con sábanas suaves y una manta de cashmere perfectamente doblada a los pies.

Una ventana inmensa da al skyline de Manhattan, esta vez desde otro ángulo. Las luces de la ciudad parpadean como si quisieran colarse a mi nuevo mundo.

Un escritorio moderno y minimalista descansa en un rincón, acompañado de una silla ergonómica de diseño italiano. Sobre la superficie, un jarrón de cristal con flores blancas frescas me arranca una sonrisa. En una mesita cercana hay una lámpara de lectura, una libreta nueva y una pluma de tinta negra.




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