El edificio de departamentos *Las Acacias* nunca había hecho honor a su nombre. No había flores en sus pasillos, solo el olor penetrante a cloro mezclado con el aroma a desinfectante por todo el lugar. En el cuarto piso, al final de un corredor iluminado por una lámpara parpadeante, la puerta del número 22. Dayana cerraba la puerta de su departamento con un golpe seco. El sonido resonó en el estrecho pasillo como un eco de su frustración.
Dayana apoyó su frente contra la madera fría de la puerta. No era la primera vez que lo hacía. Cada vez que regresaba de otra entrevista fallida, ese pequeño dolor físico le recordaba que todavía podía sentir algo.
—"Experiencia insuficiente", habían dicho en la agencia de marketing.
—"Necesitamos a alguien con disponibilidad completa", le espetó la dueña de la tienda de ropa.
—"Su perfil no encaja", le soltó el gerente del restaurante, sin siquiera mirarla a los ojos.
Esa mañana había sido peor. La entrevista en *Corporación Vexel* un puesto de asistente administrativo que prometía un sueldo decente había terminado con el reclutador haciéndole preguntas incómodas:
—"¿Tiene alguien que cuide a su hija si requiere horas extras?"
—"¿Está segura de que puede comprometerse?"
Las palabras le quemaban la garganta al recordarlas.
Cuando abrió los ojos, la silueta pequeña y familiar de Anny apareció frente a ella, abrazando con fuerza a *Pancho*, el peluche que Gabriel le había regalado en su tercer cumpleaños. El oso de peluche marrón, ahora desteñido y con un ojo perdido, era el único hombre que quedaba en sus vidas.
Detrás de Anny, sentada en el sofá con un libro de anatomía abierto, estaba Lucía, la niñera. Una estudiante de enfermería que trabajaba por horas y que, a pesar de su juventud, tenía más sentido común que muchos adultos que Dayana conocía.
—¿Se encuentra bien, señora Dayana? —preguntó Lucía, levantando la vista con una expresión que oscilaba entre la preocupación y la pena.
Dayana tragó saliva. No quería derrumbarse. No otra vez.
—Sí, claro —respondió, pasando rápidamente el dorso de la mano por su mejilla para borrar cualquier rastro de humedad—. Fui a otra entrevista. Espero que esta vez… —hizo una pausa, como si decir las palabras en voz alta las hiciera más reales— …que esta vez sea la buena.
Su mirada se desvió hacia el reloj de pared, ese objeto que alguna vez había sido un símbolo de amor y ahora era un recordatorio cruel del tiempo perdido. **1:30 PM**.
Gabriel se lo había regalado en su primer aniversario, cuando todavía creían que el futuro era algo que construían juntos.
—Es de madera de roble, como el árbol que plantamos el día que nos conocimos, le había dicho él, sonriendo con esa seguridad que tanto la había enamorado.
Ahora, la madera estaba agrietada, igual que su matrimonio.
Desde que él se fue —Solo será unos meses, Daya. Es una oportunidad única en el extranjero —, todo se había derrumbado.
Primero fueron las llamadas diarias. Luego, semanales. Después, solo mensajes de texto esporádicos. Hasta que, finalmente, el silencio.
—No puedo volver. Tengo una vida aquí ahora.
Ese había sido el último mensaje. Tres dos atrás.
Dayana apretó los puños, sintiendo cómo las uñas se clavaban en sus palmas. ¿Cómo había sido tan ciega?
—Mami, ¿vas a llorar? —la voz suave de Anny la sacó de sus pensamientos.
La niña, de apenas cinco años, la miraba con esos ojos grandes y azulados que heredó de su padre, pero con una tristeza que nunca debería haber conocido a su edad.
—No, mi amor —mintió Dayana, arrodillándose para abrazarla—. Solo estoy un poco cansada.
Anny no respondió. En lugar de eso, hundió su carita en el hombro de su madre, apretando a *Pancho* entre ellas como un escudo.
Lucía tosió discretamente.
—Señora, mañana no podré venir. Tengo un examen final.
Dayana asintió, pero por dentro, una ola de pánico la recorrió. ¿Qué haría sin Lucía? No podía llevar a Anny a otra entrevista. La última vez, la niña se había aburrido y empezó a llorar en medio de la oficina, arruinando cualquier posibilidad.
Mientras Lucía recogía sus cosas y se despedía con un tímido "suerte con el trabajo", Dayana se quedó parada en medio de la sala, sintiendo cómo las paredes se cerraban a su alrededor.
El apartamento era un reflejo de su vida:
La cocina: Los platos sin lavar en ese momento de soledad.
El refrigerador: Casi vacío, salvo por un cartón de leche a punto de caducar.
La habitación de Anny: Llena de dibujos de "papá", que la niña insistía en hacer aunque ya no supiera cómo era su rostro.
Dayana respiró hondo.
Afuera, la lluvia empezó a caer, golpeando los vidrios con una furia que parecía decirle: "No puedes seguir así."
Y por primera vez en meses, supo que tenía razón.
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Editado: 11.06.2025