**A dos semanas del diagnóstico**
El café *La Dalia Azul* era todo lo que Lucas odiaba: ruidoso, desordenado, lleno de colores chillones y olores a canela que se mezclaban con el aroma del café recién molido. Las paredes estaban decoradas con cuadros de flores exageradamente brillantes, y los manteles de las mesas tenían patrones de lunares y rayas que le hacían entrecerrar los ojos. Pero ese día, el Starbucks de siempre su refugio de cristal y acero inoxidable tenía una fila que se extendía hasta la calle, y Lucas no tenía tiempo para esperar. No después de la llamada que acababa de recibir.
A dos semanas del diagnóstico, cada minuto contaba.
Se sentó en una esquina, tratando de ignorar el bullicio a su alrededor, y sacó su teléfono para revisar por décima vez el correo electrónico del médico. Resultados concluyentes... tratamiento inmediato recomendado... Las palabras se mezclaban frente a sus ojos.
—¡Señor Pancho quiere sentarse contigo! —una vocecita aguda lo sacó de su ensimismamiento.
Antes de que pudiera reaccionar, una pequeña rubia dorada, con trenzas sueltas y un vestido de unicornio manchado de chocolate, se deslizó en la silla frente a él como si fuera lo más natural del mundo. La niña que no tendría más de cinco años aplastó un peluche desgastado contra su traje de tres mil dólares con una determinación que lo dejó sin aliento.
—Este es el Señor Pancho —anunció solemnemente, como si presentara a un embajador real—. Él dice que los grandes que vienen solos necesitan un amigo.
Lucas Hamilton parpadeó, mirando alrededor en busca de algún adulto responsable. Pero la cafetería era un caos de madres con carriolas, estudiantes riendo a carcajadas y parejas susurrando en las mesas de atrás. Nadie parecía notar que esta criatura diminuta había decidido adoptarlo.
—Eh… no —farfulló, ajustando el nudo de su corbata—. De hecho, tengo que irme.
Pero entonces, Anny como pronto descubriría que se llamaba hizo lo imposible: le ofreció la mitad de su cupcake mordido con una mano pegajosa, mientras con la otra sostenía al Señor Pancho como si fuera un tesoro.
—Para que no estés triste, tío —dijo, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
Y ahí estaba él, Lucas Hamilton, director ejecutivo de una de las firmas de inversión más importantes de la ciudad, hombre que nunca aceptaba un café sin antes revisar la procedencia de los granos, aceptando un pedazo de pastel mordido por una niña desconocida de cinco años.
El cupcake estaba dulce, con un toque de vainilla y algo más... ¿limón? No era lo que esperaba. Tampoco lo era la sensación que le recorrió el pecho cuando Anny le sonrió, mostrando el hueco donde le faltaba un diente.
—Anny, ¡no molestes al cliente! —Una mujer apareció tras el mostrador, con las manos enharinadas y el pelo recogido en un moño desordenado que se resistía a mantenerse en su lugar. Tenía ojos cálidos como la miel y una sonrisa que iluminaba toda la habitación.
—Pero mamá, ¡él necesita nuestro cupcake especial! —protestó la niña, balanceando las piernas con energía.
Dayana según el nombre bordado en su delantal lanzó una mirada de disculpa a Lucas antes de suspender.
—Lo siento, es... una tormenta de ideas con patas —dijo, limpiándose las manos en el delantal antes de extender una hacia él—. Dayana.
—Lucas —respondió automáticamente, aunque normalmente evitaba dar su nombre en lugares como este.
—¿Te gustaría probar el especial de hoy? —preguntó, señalando un cupcake con forma de jirafa, decorado con tanto detalle que casi daba pena comérselo—. De la casa.
Él iba a rechazarlo. Iba a excusarse, pagar su café y marcharse como siempre hacía. Pero entonces miró a Anny, que lo observaba con ojos llenos de expectativa, como si ese cupcake fuera la clave para resolver todos los misterios del universo.
—Gracias —dijo en cambio, y dio un mordisco.
El sabor explotó en su boca: dulce, sí, pero con un toque de sal marina que lo equilibraba perfectamente. No era empalagoso. No era artificial. Era... honesto.
—Es diferente —admitió, sorprendido.
—Como nosotras —respondió Anny con una sonrisa que le llegaba a los ojos, como si acabara de revelarle un gran secreto.
Y en ese momento, algo dentro de Lucas se quebró. Tal vez era la forma en que Anny lo miraba como si fuera interesante, no por su cuenta bancaria o su posición social. O cómo Dayana no parecía impresionada por su reloj de cinco cifras, sino por el hecho de que hubiera aceptado el cupcake.
Cuando finalmente se levantó para irse después de tres tazas de café y de escuchar la historia completa del Señor Pancho (un oso de peluche que, según Anny, había sido pirata en otra vida)—, algo inusual sucedió.
—¿Vendrás mañana? —preguntó la niña, agarrando su mano con sus deditos pegajosos.
Lucas, que nunca había permitido que un niño lo tocara, mucho menos que lo interrogara sobre sus planes, se encontró respondiendo:
—Sí. Tal vez venga mañana.
Por primera vez en mucho tiempo, no era Lucas Hamilton, el CEO implacable. No era el paciente que llevaba dos semanas luchando contra el miedo. Era simplemente "Tío Lucas", el hombre que torpemente escuchaba las historias de una niña sobre su peluche y que, sin querer, había encontrado un rayo de luz en el lugar más inesperado.
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Editado: 11.07.2025