El teléfono vibró en el bolsillo de Lucas antes de que pudiera salir del café. Con un suspiro, lo sacó y vio el nombre en la pantalla: Mateo Torres. Su mejor amigo desde la universidad, el único que conocía el diagnóstico y que, por alguna razón, seguía tratándolo como si nada hubiera cambiado.
—¿Así que ahora te dejas secuestrar por niñas de kindergarten? —fue el saludo de Mateo, su voz cargada de esa mezcla de sarcasmo y curiosidad que solo él dominaba.
Lucas frunció el ceño, mirando alrededor, hasta que lo vio: Mateo, apoyado contra el marco de la puerta del *La Dalia Azul*, con su sonrisa de dientes perfectos y su traje impecable, observando la escena como si fuera la obra de teatro más divertida del mundo.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí espiándome? —gruñó Lucas, ajustando la corbata.
—Lo suficiente para ver cómo el gran Lucas Hamilton, el hombre que despide a la gente por respirar demasiado fuerte, se derrite ante una niña con un peluche pirata —Mateo se acercó, mirando con interés el cupcake medio comido que aún estaba en la mesa—. ¿Y ahora comes postres de dudosa procedencia? ¿Qué sigue, abrazos gratis? ¿Sabes lo que dice la ciencia? Que aceptar comida de extraños es el primer síntoma del síndrome de...
—Callate...
—Domesticación terminal. —dejando escapar un suspiro obscenamente dramático.
Lucas sintió que el calor le subía por el cuello.
—No es lo que parece.
—Claro que no —Mateo se dejó caer en la silla que Anny había ocupado minutos antes, estirando las piernas con comodidad—. Porque lo que parece es que el tiburón de Wall Street acaba de ser domesticado por una cría de cinco años y su mamá, que, por cierto… —hizo una pausa dramática, mirando hacia el mostrador donde Dayana atendía a un cliente— está buenísima.
—Cállate —Lucas murmuró, aunque no pudo evitar seguirle la mirada. Dayana se reía con un cliente, su pelo rebelde escapándose del moño, los ojos brillando como si todo fuera una gran aventura.
—Ahhh —Mateo alargó la vocal como si acabara de descubrir la teoría de la relatividad—. Así que es eso.
—No es eso, además yo estoy comprometido —masculló, aunque la palabra Sabrina le sabía a menta falsa en la boca. Su prometida, la hija del dueño de la cadena de hoteles más grande de Asia, era tan real como los unicornios del vestido de Anny. Un acuerdo entre corporaciones con anillo de diamantes incluido. replicó Lucas, pero incluso a él le sonó falso.
—Mira, no te culpo —Mateo se inclinó hacia adelante, bajando la voz—. Dos semanas desde el diagnóstico, el mundo se te viene encima, y de pronto aparece una mujer que hornea como los dioses y una niña que te mira como si fueras su héroe. Es casi un cliché de película cursi. Claro obviando a Sabrina. ¡Ah, sí! La señorita te ve una vez al mes si el jet privado no tiene fallas —Mateo chasqueó la lengua—. ¿O es que ahora vas a decirme que esos ojos de miel caliente y esas manos que hacen magia con la harina no te...?
Lucas no respondió. Porque, aunque no lo admitiría en voz alta, Mateo tenía razón en algo: Anny y Dayana eran… diferentes. No lo trataban como a un enfermo, como a un CEO, ni como a un cliente. Lo trataban como a una persona. Y eso, después de años de soledad calculada, era un terremoto en su vida perfectamente estructurada.
—Solo ten cuidado —Mateo dijo, inusualmente serio por un segundo—. Esas dos tienen peligro escrito en la frente.
—¿Peligro? —Lucas arqueó una ceja.
—Sí. El peligro de que te gusten. De que te acostumbres. De que, Dios no lo permita, sientas algo —hizo una mueca como si la idea fuera repugnante—. Y tú no eres exactamente el rey de las emociones, amigo.
Lucas iba a replicar cuando un terremoto en miniatura los interrumpió.
—¡Tío Lucas! —Anny apareció como un torbellino, corriendo hacia su mesa con un dibujo en la mano—. ¡Hice esto para ti!
El dibujo era un caos de colores: un hombre alto (él, supuso) con corbata, sosteniendo la mano de una niña pequeña (ella, claramente) y algo que parecía un oso (el Señor Pancho, sin duda). Arriba, en letras torcidas, decía: "Tío Lucas y yo".
—Es para que no te olvides de mí —dijo Anny, como si fuera una posibilidad real.
Lucas tomó el papel, sintiendo el peso absurdo de esas líneas infantiles en sus manos.
—No lo haré —murmuró, y se sorprendió al darse cuenta de que era verdad.
Mateo silbó bajito. Lo miró con una expresión entre divertida y alarmada.
—Oh, esto es épico —susurró—. El tiburón acaba de ser pescado con un anzuelo de purpurina. —Oh, esto es peor de lo que pensaba —susurró—. Estás perdido.
Y tal vez lo estaba.
Dayana apareció entonces, trayendo en sus manos un nuevo cupcake con forma de corazón.
—Versión especial para principiantes en emociones —dijo, dejándolo caer frente a Lucas con una sonrisa que le hacían pensar en hogares que nunca tuvo—. Contiene: 30% chocolate negro, 20% frambuesa y... 50% de atreverse a probar algo nuevo.
El cupcake olía a infancias perdidas y a promesas. Lucas lo miró como si estuviera hecho de nitroglicerina.
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Editado: 11.07.2025