Copito de Amor

Capítulo 8

El aire frío de la calle golpeó el rostro de Lucas como un guante de hierro, recordándole que, por más que su vida pareciera una ficción, el dolor siempre era real. Christian Lowe ya se había disuelto entre la masa de transeúntes, pero sus palabras seguían ahí, envenenando el aire, mezclándose con el dulce aroma a vainilla que aún impregnaba los dedos de Lucas.

—Joder, Lucas —Mateo resopló al abrir la puerta del Aston Martin con una elegancia que contrastaba con la tensión del momento—. ¿En qué clase de telenovela mexicana te has metido? Porque esto ya supera hasta las de las abuelas.

Lucas no respondió. Se dejó caer en el asiento del conductor como si el peso de sus decisiones finalmente lo hubiera derribado. Sus manos se aferraron al volante con tanta fuerza que los nudillos palidecieron. El motor rugió al encenderse, un sonido que solía ser sinónimo de control, de poder. Hoy solo le recordaba que hasta las máquinas más perfectas podían fallar.

—No es gracioso, Mateo.

—Oh, pero lo es —su amigo ajustó el espejo retrovisor con una calma fingida, como si estuviera preparándose para un monólogo en un escenario—. El gran Lucas Hamilton, el hombre que doblega economías con un chasquido de dedos, acaba de ser puesto en jaque por una pastelera, su hija que parece salida de un cómic de superhéroes y un abogado que grita "fuggetaboutit" cada dos segundos.

—Anny no es un personaje de cómic.

—Ah, ¿así que ahora la defiendes? —Mateo ladeó la cabeza, una sonrisa burlona jugueteando en sus labios—. Interesante cambio de actitud. Hace treinta minutos ni siquiera sabías su segundo nombre.

Lucas aceleró bruscamente al tomar la curva, las ruedas protestando contra el asfalto. Sabía que Mateo solo intentaba aliviar la tensión, pero cada palabra era como un recordatorio de lo absurdo que era todo. ¿Desde cuándo le importaba la opinión de un abogado de poca monta? ¿Desde cuándo se sentía culpable por ignorar las llamadas de Sabrina?

—No lo entiendes.

—Claro que no. Porque ni siquiera tú lo entiendes —Mateo bajó la voz, adoptando un tono inusualmente serio—. Vamos, dime, ¿qué pasa por esa mente calculadora ahora? ¿Estás sumando cifras o recordando esos ojos dorados color a miel que te miran como si fueras algo más que el villano de la historia?

El semáforo cambió a rojo. Lucas frenó con tanta violencia que el cinturón de seguridad les clavó en el pecho.

—No es solo eso.

—Ah, entonces también está la niña. La que te regaló ese dibujo que guardaste como si fuera un diamante. —Mateo señaló el bolsillo interno de su traje—. Sí, lo vi. Y no, no me arrepiento de espiar.

Lucas no lo negó. No podía. El dibujo de Anny le quemaba el pecho, como si fuera una prueba incriminatoria.

Mateo dejó escapar un suspiro exagerado, como si cargara con el peso del mundo.

—Mira, sé que odias que te lo diga, pero alguien tiene que hacerlo: estás jugando con fuego. Y no me refiero solo a que Wei te arranque la cabeza si se entera de que andas coqueteando con una plebeya —hizo una pausa dramática, como un actor en el clímax de su obra—. Me refiero a ellas. Esa niña te ve como un héroe de cuento. ¿Y qué pasa cuando el héroe resulta ser humano?

El puño de Lucas golpeó el volante con tal fuerza que el claxon sonó, cortando el aire como un grito desesperado.

—¡No voy a fallarles!

El eco de su voz llenó el auto. Mateo lo miró con una expresión que Lucas no había visto en años: preocupación pura, sin máscaras, sin sarcasmo.

—Pero sí, Lucas. Sí vas a fallar. Todos lo hacemos. Solo que tú... tienes menos tiempo que el resto.

El diagnóstico. Esas dos palabras que el médico había pronunciado con falsa compasión meses atrás: Esterilidad irreversible. No hay tratamiento.

El silencio se instaló entre ellos, espeso como la niebla londinense.

—No les debes nada —susurró Mateo, rompiendo el hielo con suavidad—. Puedes irte ahora mismo y nadie te juzgará. Es lo lógico.

Lucas miró por la ventana. Una madre cruzaba la calle, abrazando a su hija contra el frío, ambas riendo por un secreto que solo ellas compartían.

—¿Y si estoy harto de ser lógico?

Mateo se quedó inmóvil. Luego, lentamente, una sonrisa triste se dibujó en su rostro, como si acabara de entender algo profundo.

—Entonces prepárate para hacer algo que nunca has hecho: pelear sin saber si valdrá la pena.

El semáforo cambió a verde. Lucas pisó el acelerador, pero esta vez con una determinación que no había sentido en años.

—Christian no se callará. Wei ya debe estar al tanto.

—Y Sabrina no es de las que comparte sus juguetes —añadió Mateo, reclinándose en el asiento—. Así que, dime, ¿cuál es el plan?

Lucas tomó una curva cerrada, el auto inclinándose como un animal al galope.

—No lo sé.

Era la primera vez en años que admitía no tener el control.

Y, por algún motivo, esa incertidumbre lo hacía sentir más vivo que todos los millones en su cuenta bancaria juntos.




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