Copito de Amor

Capítulo 9

La mansión de Wei Loong emergía entre los árboles como una bestia dormida, sus muros de piedra negra devorando la luz del atardecer con una avidez casi sobrenatural. Las sombras se alargaban, retorciéndose como garras que arañaban el cielo teñido de púrpura y oro. Las puertas automatizadas se abrieron con un chirrido que sonó demasiado humano, un gemido gutural que resonó en los huesos de Lucas como un presagio.

Apretó los nudillos contra el volante hasta que los nudillos palidecieron.

No había guardias visibles, pero sabía que lo estaban observando. Las cámaras ocultas entre la maleza, los sensores de movimiento, los francotiradores apostados en los ventanales superiores. Siempre lo observaban.

—¿Seguro que no quieres que entre contigo? —Mateo preguntó, encendiendo un cigarrillo con manos que no temblaban. Sus ojos verdes, afilados como vidrios rotos, escudriñaron la propiedad con la precisión de un depredador—. Podría fingir que soy tu abogado. O tu amante. Eso lo volvería loco.

Lucas esbozó una sonrisa tensa, un gesto que no llegó a sus ojos, grises como el acero de un arma.

—No. Esto es mío. Es mi problema.

Mateo inhaló profundamente, el humo del cigarrillo enroscándose en el aire como un espectro antes de ser arrojado por la ventana.

—Problema que huele a trampa desde el kilómetro uno —murmuró, bajando la voz como si las paredes mismas pudieran escuchar.— Christian no fue al café por casualidad, hermano. Y tú lo sabes.

Lucas no respondió. Bajó del auto y avanzó hacia la entrada, cada paso resonando como un disparo amortiguado en el silencio opresivo. El aire olía a jazmín, pero bajo ese perfume se escondía algo más: el dulce tufo de la decadencia, como flores marchitas sobre una tumba recién abierta.

El mayordomo, un espectro en traje negro, emergió de la penumbra. Su sonrisa era perfecta, demasiado perfecta, como tallada en cera.

—El señor Wei lo espera en el jardín de jade.

El jardín de jade. El lugar donde Wei enterraba a sus enemigos. Literalmente.

Wei Loong estaba sentado junto al estanque de koi, su figura delgada y elegante como la de un tigre viejo que aún conserva sus garras. Alimentaba a los peces con una mano mientras con la otra sostenía un cigarrillo que nunca fumaba. A sus setenta años, su presencia era un cuchillo clavado en la garganta del mundo.

—Lucas —dijo sin mirarlo, su voz un susurro sedoso que ocultaba el filo de una navaja.— Te has vuelto… difícil de localizar.

No era un saludo. Era una sentencia.

—Estuve ocupado.

Wei dejó escapar una risa que sonó como cristales rompiéndose bajo una bota.

—Sí. Con una pastelera y su cría. Christian me mostró las fotos. Muy… conmovedor.

Lucas sintió el dibujo de Anny ardiendo en su bolsillo, como si el papel pudiera incendiarse en cualquier momento.

—No es lo que piensas.

—¿Ah, no? —Wei finalmente lo miró, sus ojos negros como pozos sin fondo, como trampas para almas.— Entonces dime, ¿qué haces en ese café? ¿Coleccionar recetas de cupcakes?

El silencio se extendió, pesado como un manto de plomo. Un koi saltó del agua, sus escamas rojas brillando como sangre bajo el sol.

—Sabrina no sabe nada, pero me llama diciéndome que le cuelgas las llamadas —musitó Wei, ajustando el anillo de dragón en su dedo, la joya reluciendo con un brillo siniestro.— Eso me molesta.

Tomó un sobre de ébano de la mesa y lo deslizó hacia Lucas. El sonido del papel rozando la madera sonó como un susurro de muerte.

—Mi hija tiene… un gusto peculiar por ti. Y yo cuido lo que es mío. Por eso nuestro acuerdo sigue en pie. Te casas con ella, y todos seremos felices.

Lucas contuvo el impulso de romperle la cara al viejo, de sentir sus huesos crujir bajo sus nudillos.

—Sabrina y yo tenemos un acuerdo. Lo que hagamos fuera de eso no es de tu incumbencia.

Wei se inclinó hacia adelante, su aliento a mentol y veneno, a mentiras envueltas en seda.

—Ah, pero ahí está el problema, Hamilton. El acuerdo no incluía que te encariñaras con una pastelera y su hija. —Abrió un cajón con lentitud deliberada y sacó un sobre manila.— ¿Recuerdas esto?

Lucas reconoció la foto al instante. Él y Anny, sentados en el café, riendo como si el mundo no estuviera a punto de desmoronarse.

—¿Qué quieres? —gruñó, los músculos tensos como cuerdas de ahorcado.

Wei sonrió, mostrando dientes demasiado blancos, demasiado afilados.

—Primero, que dejes de visitar ese café. Segundo, que la boda con Sabrina sea en un mes. —Giró bruscamente, su perfil recortándose contra el sol como una silueta de pesadilla.— Tienes dos opciones: casarte con mi hija y fingir que esa mujer no existe… o perderlo todo. Incluyendo ese café.

Lucas sintió el sabor del cupcake de Anny en su lengua, dulce y amargo al mismo tiempo, como la promesa de un futuro que nunca llegaría.

—¿Estás amenazando a una niña?

Wei encendió el cigarrillo por fin, la llama del encendedor reflejándose en sus ojos como un infierno en miniatura.




Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.