Después de finalizar la llamada con mi jefe, tomo la laptop que reposa en mi cama y me dispongo a googlear el nombre de ese lugar al que me asignaron este verano. Nunca lo escuché nombrar y eso hace que me preocupe mi destino.
Lo primero que hago al ingresar al primer resultado, es mirar la cantidad de habitantes… Y la decepción no tarda en aparecer y apoderarse por completo de mi.
Suspiro.
Con un poco de esperanzas, busco fotos específicas de la playa donde trabajaré. Quizás el pueblo sea pequeño, pero reciba gran cantidad de turistas… Esperanza que dura apenas un segundo. Las imágenes muestran poca gente. Muy poca gente.
Sera un verano aburrido. Lo veo venir. Es imposible que aquello pueda cambiar en un mes. Imposible.
Estudié para ser guardavidas. Amo mi trabajo. Amo saber que estoy ahí para evitar que las personas se ahoguen… O que ni siquiera lleguen al punto de peligro. Me gusta esa tarea, esa responsabilidad. Siempre me gustó. Estar atento a lo que sucede en el agua, controlar que las personas respeten los lugares para bañarse y que tomen todos los recaudos a la hora de hacerlo. Desde siempre soñé con eso y poder ejercerlo, es un privilegio que me llena el alma.
Por eso, odio cuando me asignaban zonas desiertas como la que me asignaron en aquel pueblo perdido en la ruta. Me hace sentir que mi trabajo no vale, que mis capacidades no estan a la altura de las grandes playas… Que lo mio es menos que el resto.
Y si, se que siempre se rotan las zonas. Se que solo es una temporada, que durante los siguientes meses seguiré demostrando mis capacidades en las piletas de natación. Y también se que al año siguiente tendré la oportunidad de ir a una playa mas concurrida, con mas turistas, con más zonas para cuidar.
Pero primero tengo que pasar por la tortura que representa ser guardavidas en un pueblo sin gente.