Llego a la intersección con la calle que me llevará a mi casa y me freno. Mis ganas de soledad y tranquilidad incrementan. Hago una mueca dudando y finalmente, sigo por la calle asfaltada.
Llego hasta la entrada a la playa y continúo caminando. Ingreso y sigo avanzando.
En el rincón más alejado, donde la playa comienza a angostarse, me topo con mi palmera. Si, es mía, la he plantado de niña junto a mi padre… y desde mi adolescencia se ha convertido en mi refugio.
Me descalzo y me siento en su sombra, permitiendo a mis pies disfrutar del agua del rio que se acerca a la costa. Cierro los ojos y siento mi interior serenarse.
Siempre me pregunté como uno podía saber cuándo había encontrado su sitio en el mundo. En aquel momento lo comprendo. Es ese. Ese pequeño rincón que me genera una gran sensación de pertenencia, de paz, de felicidad y tranquilidad.
El mundo podría caerse en mil pedazos a mi alrededor, pero si yo podía seguir yendo allí a respirar aire fresco y dejarme abrazar por la naturaleza, todo seguiría bien en mi interior.
Hogar es eso. Saber que se puede regresar a una sensación sin importar la cantidad de cambios que ocurran.