Una tarde de verano, dibujamos un corazón en la arena. Escribimos nuestros nombres adentro, unidos, cerquita… Y sellamos el dibujo con un beso frente al río.
Otro día, también de verano, lo llevé a conocer los lugares de mi pueblo y llenamos nuestros celulares de fotografías que miraríamos esa noche entre abrazos y risas.
Cenamos frente al río y otra noche, frente a la ruta.
Otra noche la pasamos en vela haciendo el amor en mi rinconcito especial de la playa.
Y otra mas, hablando de la vida y de los sueños.
Desayunamos en la quinta y me acompañó a trabajar.
Una tarde de verano, compartimos momentos en la cabaña de la isla y jugamos guerra de almohadas y miramos películas y quisimos hacer eternas las horas.
Una noche de verano, nos dormimos abrazados mientras la lluvia caía serena en el exterior.
Un día de verano, le dije que lo quería y él dijo que sentía mucho más, pero no se atrevió a ponerle nombre.
Una noche de verano, hicimos el amor creando un paraíso propio, abrazándonos al presente con todas nuestras fuerzas.
Y una mañana de otoño, la despedida nos tocó la puerta.
En el verano nos hicimos una y mil promesas, soñamos despiertos y dormidos, creamos un futuro difícil de alcanzar, pero posible ante nuestros ojos enamorados.
En el verano, unimos nuestras vidas con un hilo invisible que parecía difícil de romper, hicimos magia a besos y abrazos, pintamos el aire de pasión.
En el verano, conocimos el amor. Ese que no entiende mucho de lógicas ni frenos, que rompe los miedos y las inseguridades, que te toma de la mano y te lleva a conocer los lugares más lindos de la existencia. Allí donde late el corazón.
Pero el verano llega a su fin. Y el otoño trae consigo la brisa fresca que anticipa el invierno.
Y el frío, se suma a la despedida y a la distancia, y hace que toda promesa se diluya, que todo calor se muera, que toda ilusión comience a apagarse.
Y lo único vivo, termina siendo el recuerdo. Ese que se aferra a cada sonrisa compartida, a cada beso, a cada momento en el que todo parecía posible.
Y eso duele. Pero con el tiempo se convierte en tesoro. En un tesoro preciado de la juventud, donde el miedo al amor no existió, donde no hubo barreras ni límites. Donde solo hubo sentir.
Viví un amor de verano digno de una historia. Que me sacó muchas lágrimas, pero estuvo lleno de magia.
Y aunque los años pasen, mi corazón siempre tendrá un pedacito de ese ser que llegó para demostrarme que los momentos mágicos son posibles en la realidad.