Los ocupantes de la camioneta viajan todo momento en silencio. Al llegar a las afueras del rancho, en una zona que no podían entrar los vehículos de los trabajadores, el joven Moisés bajó las maletas de la recién llegada y la dejó en la entrada del hermoso camellón de la casa.
—Disculpe, señorita, hasta aquí la puedo dejar. Usted tiene que valerse por sí misma con las maletas— dijo el joven mirando a la bella mujer—. Los empleados del campo no pueden ingresar en esta zona. Debe esperar a que venga una de las mujeres y la lleve hasta la oficina del patrón.
Ella lo miró con tal desprecio y dejó escapar, un largo suspiro de incomodidad. Bajó del auto y miró cómo sus costosas maletas la dejaban en la tierra. Todo eso se lo cobraría a su padre en su momento.
Sus ávidos ojos violetas miraron la zona y vio al vaquero que estaba al lado de la vaca que le quitaban el ternero. Se acercó decidida a buscar ayuda y con una sonrisa se dirigió a él. Sus ojos recorrieron aquella figura impresionante. Sus piernas esbeltas y su dorso amplio. Era un hombre muy apetecible para llevarlo a la cama. Era la primera vez que un hombre le hacía despertar su deseo.
Mario, al conocer sus intenciones en silencio, la siguió y se mantuvo callado.
— ¡Mira, vaquero! — dijo con la voz de mando —. Agarra esas maletas y súbelas a mi habitación. Son demasiadas pesas para que yo haga tal esfuerzo.
El vaquero simplemente se quitó el sombrero y lo puso delante de su pecho. Sus ojos brillan maliciosos sin perder cada detalle de aquel rostro que lo mantiene embelesado, pero al oírla hablar rompió el encanto.
— ¿Y tú quién te crees para mandarme? — dijo él sin dejar de mirarla a la cara.
La joven se estremeció al oír aquella voz profunda y llena de vitalidad.
—Yo soy la nueva auxiliar de administración de este rancho y aquí se va a hacer lo que yo diga— dijo ella con cierta altanería, echándose el cabello hacia atrás por el hombro—. Así que ahora mismo muévete.
La joven, al hablar, chasquea los dedos de la mano.
Mario solo mira a su patrón, pero guarda silencio. Él no es nadie como para meterse en líos por una desconocida que por su actuar ya se está echando del rancho.
—Muévete, que estoy cansada y quiero cambiarme de ropa para poder revisar estas asquerosas tierras.
Los ojos del hombre brillan al conocer a la visitante. Se colocó el sombrero con tal lentitud sin dejar de mirarla y la tomó de la mano para mostrarle el establo lleno de vacas paridas.
—No hace falta de que lleven tus maletas a la habitación — dijo el hombre mientras que comenzó a caminar por medio del establo lleno de bosta de vaca. Los ojos de la chica, al ver sus bellos zapatos y ver sus bellos zapatos arruinados, se sintió horrorizada. Se atragantó con sus propios resuellos.
—Tu trabajo comienza aquí— se giró para mirarla a los ojos que lo tienen lleno de curiosidad. Por una inmensa necesidad la tomó de la mano y la guio con él —. Así que comienza a contar de cada una de las vacas y verifica cuántas tetillas funcionan.
La joven abrió los ojos enormemente al entender lo que él quería decir.
— ¡Yo no voy a agarrar esas cosas! — dijo la joven soltándose de la mano del hombre, pero empleó tanta fuerza que cayó sobre su culo, dándose duro contra un muro de tablas y cayéndose sentada. Su hermoso y costoso traje de dos piezas quedó totalmente arruinado sin mencionar aquellos altos tacones.
Los ojos de George Walker brillaron contenciosos y lascivos.
—Tienes que revisar cada una de las vacas pardas — aseguró el hombre mirándolo a los ojos— para así podrá saber cuáles están funcionando. ¡Anótalo todo!
—¡Eso no le toca hacer a un auxiliar! — ella trató de levantarse, pero eran tan torpes que volvía a caer—. Eso que me estás mandando hacer es pura mentira.
—¡Mario! — gritó el vaquero de manera potente—, dale a la dama un balde y ayúdale a amarrar a la vaca para que ella pueda revisar las ubres de cada una. Todas las que están paridas.
El joven vaquero abrió los ojos grandemente y, sin querer llevarle la contraria a su patrón, simplemente preguntó.
— ¿A todas? — dijo con la voz quebradiza por la confusión.
—Sí, a todas. Al menos las de este estado, por ahora.
—¿Y tú quién eres para mandarme? — preguntó ella enfadada—. ¿Acaso eres el caporal?
Los ojos del hombre solo la contemplaron con inquietud.
—¡Yo soy el caporal y el que manda aquí! — la respondió y salió del lugar.
La joven lo vio partir y lo maldijo en voz baja.
— «Ya te haré pagar»— pensó la joven furiosa.
Mario solo quedó pasmado al ver aquella discusión. ¿Quién era ella para que su amargado jefe la dejara estar en el rancho?
Con las mejillas coloradas por el enojo, la joven se levantó del suelo y suspiró profundo al ver su fina ropa llena de estierco. Sus labios temblaron al recordar cómo su padre la sentenció. Debía durar solo unos meses o todo estaría pedido para ella.
—¿Qué tantas vacas pueden ser? — dijo con burla al joven que solo se quitó el sombrero para mirarla a los ojos. Ella lo tenía hechizado, era una mujer tan bella que parecía un ángel.
—Pos, señorita, son nomás quinientas vacas en este establo. Los ordenadores hacen tres turnos…. — dijo él con un dejo de tristeza en su voz.
— ¿¡Qué¡? —exclamó la joven perdiendo el color de su rostro. La joven no siguió escuchando, de solo imaginar que tendría que pasar más de un día agarrando ubres y miró las vacas—. ¡Esto no puede ser!