—¡Corre, Amira! ¡Corre!
Era todo lo que mis oídos escuchaban al son de mis pisadas. El bosque era frío y nebuloso, apenas podía ver hacia donde corrían mis pies. El cielo estaba teñido de gris y el viento que golpeaba mi rostro con dureza, era como un pedazo de hielo sobre mi piel tibia; me quemaba como si fuera ardiente fuego en carne viva.
La adrenalina galopaba mi cuerpo al cien por ciento, si había dolor en mis pies, no era capaz de sentirlo en ese terrorífico momento. Mi respiración era agitada y seca, cada inhalación me resultaba como una dolorosa llaga en la garganta. Tenía tanto miedo. Miedo de que me encontrara y volviera a llevarme entre sus garras, devuelta a su prisión de marfil y no volver a tener la oportunidad de escapar lejos de ahí.
Posé una mano sobre mi vientre abultado para sostenerlo por debajo, porque pesaba como si fuera una enorme roca. Tenía siete meses de embarazo. Cargaba dentro de mí a un niño o tal vez una niña que dentro de muy poco nacería. Ni siquiera sabía cómo cuidar de mí misma e iba a ser la madre de otro ser humano. No tenía la menor idea de que tan bueno o malo era que me encontrara corriendo a esta velocidad desmesurada, pero tenía que escapar. Era en todo lo que pensaba en ese instante.
Me detuve un momento para recobrar algo de aliento, recargué mi espalda contra un viejo y enorme árbol, cuyo tronco cubría casi por completo mi cuerpo. Tragué la saliva que se encontraba en mi boca y lo hice a duras penas, al mismo tiempo que mis fosas nasales se dilataban dejando entrar el aire pesadamente. Apreté los ojos un momento, el miedo me carcomía como si de larvas sobre carne podrida se tratara.
—¡No puedes escapar de mí, Amira! —gritó el monstruo de mi vida.
En cuanto escuché su voz retumbar en la densa neblina, volví a correr, pero mis pies ya no eran capaces de resistir un trote más. Las costillas me dolían al solo inhalar respirar y mis pies querían detenerse, pero si lo hacía él me atraparía y no habría vuelta atrás.
Pensé en mi bebé, pensé en mí siendo libre y eso de alguna manera me entregó las fuerzas para continuar mi huida.
—¡Cariño! —Su voz resonó sobre el bosque, como un fuerte alarido de un lobo hambriento—. ¡No lo hagas tan difícil! —exclamó—. ¡Regresa y te perdonaré esta imprudencia! ¡Lo prometo!
Era un monstruo, una horrible y asquerosa bestia. Si volvía a sus garras me mataría a golpes, me violaría como lo había estado haciendo y no lo permitiré. No más.
Miré hacia atrás y no vi rastro alguno de él, los animales se escuchaban cantar y si no fuera porque estaba corriendo por mi vida, el paisaje me parecería hermoso. Solté un grito e inmediatamente me cubrí la boca con la mano, mi tobillo se había doblado y me había hecho caer al suelo de golpe. Dolía como si me estuviera quemando en el infierno.
—No, por favor… —musité tan bajo como pude, rogando porque él no me hubiera escuchado—. No ahora, Dios —supliqué desesperada.
—¡Amira!
Las lágrimas empezaron a caer de mis ojos, sabía que este era el final, sabía que no iba a lograrlo. Intenté ponerme de pie, apoyando mis manos sobre un árbol cercano, pero era inútil. Entonces sentí un líquido tibio bajar por mis piernas y cuando agaché la mirada, las vi teñirse de un rojo vivo, al igual que mi pantalón blanco; era sangre.
—¡No, no, no! —lamenté una y otra vez, llena del terror más puro.
Un grito ahogado salió esa vez de mi boca, el casi imperceptible dolor que se había instalado en mi vientre, fue intensificándose, tanto que, sentí que me partiría a la mitad.
—No, mi bebé… —murmuré con los ojos empapados—. No me lo quites, Dios mío.
Ese bebé era a todo lo que me aferraba para seguir con esta miserable existencia.
Apreté mi vientre como si eso fuera a evitar que la desgracia que estaba ocurriendo se detuviera.
—Ahí estás, cariño… —escuché su voz y sus pisadas justo detrás de mí.
Mis ojos se abrieron llenos de angustia ante el sonido de su repulsiva voz. Escucharlo era como escuchar al mismísimo demonio diciéndome que iba a torturarme de la peor manera.
Trataba de parecer dulce y preocupado, pero solo era un engaño para sí mismo. Mi cuerpo empezó a temblar ante su sola presencia, si ya lo hacía con su sola vez, era mucho peor cuando estaba frente a mí.
Se acuclilló en frente de mí. Sus ojos me inspeccionaron de la cabeza hacia los pies, cuando llegó a estos, la suya se ladeó ligeramente deteniendo su mirada en mis piernas.
—Mira lo que has hecho, Amira —dijo condescendiente—. ¿Qué es lo que voy a hacer contigo, mi amor?
—Ayúdame —le rogué.
Me odié en ese momento, pero era el único que podía evitar que perdiera a mi hijo. Detesté haberle rogado por ayuda, cuando sabía que no le importaba para nada lo que le sucediera a mi bebé.
Solté otro alarido de dolor y él solo movió su cabeza de un lado a otro, mientras la punta de su lengua chocaba con la parte posterior de sus dientes, provocando ese molesto sonido que dejaba en claro que quera una ingenua por pensar que él iba a salvar a mi hijo.