Corazón mutilado

Capítulo diez

—Papá, por favor, no me dejes ir con ese hombre —volví a implorarle, pero él solo me ignoraba. Ni siquiera era capaz de sostenerme, la miraba.

—¡Padre, no lo hagas! —Escuché la voz de mi hermano Eren, amortiguada en algún lugar de la casa.

Lo había encerrado para que no me ayudara.

—¡Hermano, ayúdame! —grité con todas mis fuerzas.

—Es toda tuya. —Le dijo mi padre a ese hombre.

—¡Amira! —gritó desesperado Eren—. ¡Hermana!

Su rostro mojado y sus ojos rojos por el llanto, es lo último que alcancé a ver antes de que me metieran a ese auto.

—¡Papá, no dejes que me lleve! —seguí suplicando, a pesar de que muy en el fondo sabía que no se apiadaría de mí.

Desperté de sopetón, mi frente estaba empapada en sudor y fuera el viento soplaba con demasiada fuerza; podía escucharlo retumbar contra la madera y colarse por los pequeños espacios que hacía que la cabaña silbara.

Me abracé a mí misma, porque aquella pesadilla era mi realidad. Desde ese día no había día en que cerrara los ojos y aquellas imágenes se reprodujeran con crueldad una y otra vez. Ojalá en aquel entonces hubiera sido solo lo que era ahora; una pesadilla.

Apreté la manta con la que me había arropado cuando caí rendida ante el sueño en el pequeño sofá y caminé hacia la ventana para observar lo que acontecía afuera. Las hojas de los árboles se movían de un lado a otro y las hojas muertas en el suelo se encontraban elevadas por el viento que soplaba y de repente un trueno retumbo en el cielo y un relámpago iluminó el bosque, anunciando la llegada de lo que parecía el último atisbo del invierno.

Y no pasó mucho tiempo para que el cielo dejara caer sus abundantes lágrimas con vehemencia. La tierra se mojó en cosa de segundos y las gruesas gotas chocaron contra el cristal de la ventana.

Afuera la noche era testigo de una torrencial lluvia y adentro la soledad era testigo del frío que entumecía mi cuerpo.

La puerta se abrió de golpe segundos más tarde y vi a Khan entrar empapado con un bolso en una mano y en la otra una bolsa plástica. Solté la cortina y dejé la manta sobre el sofá para correr a auxiliarlo. El agua que goteaba su cuerpo mojó el piso de madera.

—Perdóname por regresar tan tarde —se disculpó al tiempo que cerraba la puerta detrás de él y el ruido de la lluvia se amortiguaba.

—Buscaré algo para que puedas cercarte —me apresuré a dejar la bolsa plástica que había tomado de su mano sobre la mesa, pero él me tendió el bolso antes de que pudiera hurgar en la habitación.

—Aquí no había nada, así que traje un par de toallas y las cosas que me pediste

Tomé el bolso.

—Gracias.

—Por eso me tomo tiempo, tuve que pedirle a Reyhan que me ayudara para que nadie se diera cuenta.

—Espero que Mehmet no note que faltan cosas —suspiré.

—No lo hará —me aseguró.

Llevé el bolso hasta el sofá y lo abrí para buscar una toalla con la que Khan pudiera secarse. Cuando la encontré, volví hacia donde él seguía de pie y sin darme cuenta lo ayudé a deshacerse de su chaqueta, de la cual el agua goteaba y la dejé a un lado para colgar la toalla sobre sus hombros.

—¡Vas a enfermar por mi culpa! —lamenté llena de preocupación.

Pero él no dijo nada.

Sus manos mojadas descansaron sobre mis brazos y luego subieron lentamente hacia mis hombros para terminar sobre mi cuello. Levanté la mirada hacia su rostro y sus ojos me observaban fijamente. Tragué saliva, como si de pronto se me dificultara. Una sensación inexplicable invadió mi cuerpo y sentí la necesidad de alejarme de su toque que gritaba peligro.

Sus ojos se volvieron oscuros y cuando quise poner distancia sus manos no me lo permitieron. Una de ellas empujó mi cuerpo más al suyo, entretanto la otra ejercía presión en la parte posterior de mi cuello, causando que todo mi cuerpo se pusiera rígido.

—Khan… —susurré asustada.

—Tengo una idea, Amira —murmuró y volví a tragar saliva.

—¿Qué idea? —las palabras salieron entrecortadas de mi boca.

—Tienes que entregarte a mí. —Y sus ojos descansaron en mis labios.

—¿Entregarme? —mi ceño se frunció ante sus palabras—. ¿Cómo? —pregunté inocente.

—Tienes que ser mía —musitó y entonces lo entendí.

Él quería mi castidad.

—No. —negué enseguida.

—Es la única manera en la que Mehmet te dejara en paz.

Intenté zafarme de su agarre, pero él era mucho más fuerte de lo que podía imaginar.

—Eso no puede ser, Khan —intenté hacerlo desistir de ese error.

—No, es lo correcto y lo sabes —sentenció.

—Suéltame, por favor —supliqué temerosa de su intención.

Jamás había estado con ningún hombre, ni siquiera con Mehmet que era mi esposo; él siempre me respetó y nunca me obligó a nada. No estaba lista para entregarle ese momento a Khan, porque yo no lo amaba.




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