Corazón mutilado

Capítulo diecisiete

Ella se había apuñalado frente a mis ojos, lo hizo tres veces sin darme tiempo a evitarlo. Corrí tan rápido como me lo permitió la herida que me había hecho a un costado y sin importar que yo también me estaba desangrando; la sostuve en mis brazos antes de que su cuerpo azotara contra el suelo. La sangre brotaba caliente de su abdomen y yo, con mis manos ensangrentadas, solo trataba de evitarlo, pero se escurría entre mis dedos como agua. Mis ojos se nublaron de lágrimas, el dolor me quemaba no solo las entrañas, sino también el corazón.

No quería perderla, no podía permitirme perderla.

Yo la amaba demasiado como para vivir sin ella.

Mi amada Amira no podía morir.

No sé cómo lo hice, pero la cargué en mis brazos y me levanté con ella para salir de la cabaña en busca de ayuda. Entretanto, la sangre se escurría por mi cuerpo y manchaba el suelo, mi ropa y mis pies.

—Resiste, mi amor. Yo te salvaré —le susurré con los labios pegados a su oreja, mientras caminaba a pasos apresurados hasta donde había dejado el auto.

Recosté su cuerpo en los asientos traseros y me apresuré a manejar hacia el hospital más cercano. Presionaba la herida que me ardía e intentaba calmar el dolor con una de mis manos. Fue un milagro que no chocara mientras manejaba como un loco desesperado, fatigado por el dolor, la angustia y la sangre que seguía escapando de mi cuerpo.

Estacioné a las afueras de urgencia y grité con todas mis fuerzas.

—¡Ayuda! —grité en medio de la entrada—. ¡Una camilla, por favor!

Rápidamente, dos hombres aparecieron y los guie hacia el auto, en donde yacía Amira con sus ojos cerrados. La sacaron y la acostaron, para después correr hacia dentro con ella. Corrí detrás de ellos, hasta que una mano detuvo mis pasos y contemplé cómo los hombres desaparecían con ella detrás de unas puertas de cristal opaco.

—Señor, debe venir conmigo —escuché la voz femenina de una mujer.

—¿A dónde la llevan?

—La atenderán los médicos, no se preocupe. Acompáñeme, por favor, usted también parece herido.

—¿Ella estará bien? —pregunté, al tiempo en que me tambaleé hacia un lado.

Me sostuve de la pared con la mano llena de sangre y mi visión se volvió borrosa. Ya no estaba soportando el dolor y no sabía si eran gotas de sudor o sangre lo que me corría por la cara. En el piso blanco, contemplé el rastro de sangre que había dejado.

—Haremos todo lo posible para que ella esté bien —aseguró y eso fue todo lo que necesité escuchar —. ¡Necesito ayuda por aquí! —gritó después.

La vista me daba vueltas y el dolor sacudió mi cuerpo antes de desplomarme. Por lo que creo que fue un momento, perdí el conocimiento y dejé de escuchar la voz de la mujer.

Mis ojos querían abrirse, pero al hacerlo solo veía la luz blanca del techo difuminada que me cegaba. Mis párpados se sentían pesados como dos grandes bloques de cemento. Sentía mi cuerpo moverse sobre la camilla, mientras corrían por el pasillo conmigo sobre ella y escuchaba las voces como si estuviera dentro de un túnel.

—Muévanlo con cuidado. Tiene una herida en el costado izquierdo. Debemos detener el sangrado y limpiar.

—Hay que llamar a un médico, no sabemos si es una herida de bala.

—No lo es, fue hecha con un arma cortopunzante, pero tienes razón, ve a traer a un médico.

Luego no escuché nada más.

Para cuando desperté, ya no sentía dolor y en mi brazo yacían conectadas varias mangueras. No tenía puesta mi ropa, solo una bata ligera de hospital. Levanté mis manos para contemplarlas, estaban limpias; solo quedaba un ligero rastro de la sangre seca entre mis uñas.

—Amira… —balbuceé.

Intenté incorporarme en la camilla, pero el dolor y el mareo no me dejaron y todos los cables que tenía conectados no me dejaron. Una máquina empezó a sonar y una mujer joven con un uniforme blanco apareció casi al instante. En su rostro estaba reflejada la preocupación, pero luego se relajó al verme.

—Quítame todo esto —ordené—. Quiero levantarme.

—Todavía no puede levantarse, señor.

—Necesito verla —dije—. Si no me lo quita, me los arrancaré yo mismo —tuve que apretar los ojos cuando el dolor me atravesó.

—Señor Aksel, no se preocupe por su esposa, ella está bien. Pronto podrá verla.

Abrí los ojos de golpe cuando la escuché mencionar mi apellido, porque no recuerdo habérselo mencionado. Pero no debía de sorprenderme, estaba en un hospital y era más que seguro que encontraron mi T.C. Kimlik entre mi ropa.

—¿Cuándo podré ver a mi esposa?

—Lo hará en cuanto ella despierte, aún no lo hace. Ambos deben permanecer en observación, hasta estar seguros de que no hay riesgos —me limité a darle un asentimiento con la cabeza—. Ahora, es importante que me diga cómo los hirieron y con qué arma, señor Aksel.

La contemplé en silencio, mientras maquinaba una respuesta. No podía decirle que Amira me había intentado matar para escapar de mí, porque la he tenido secuestrada. Ambos iríamos a la cárcel y yo no podría vivir lejos de ella.




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