Corazón mutilado

Capítulo veintiuno

Caminaba de un lado a otro sin saber qué hacer, mientras me estrujaba el rostro con las manos manchadas con la sangre seca de mi Amira. Era la primera vez en que de veras me sentía desesperado y angustiado. Los médicos se habían ido con ella hacía tres horas y yo no sabía nada desde entonces, ¿cuánto más tenía que esperar aquí? Las manos me temblaban y los pies me picaban, quería cruzar las puertas por las que se habían llevado a Amira y sacarla de ahí.

Me estrujé las manos para tratar de deshacerme de la sangre seca, pero las manchas aún seguían ahí, al igual que el olor. La gente no dejaba de mirarme y yo no entendía por qué. En un momento pensé que era porque habían descubierto que yo no era Mehmet, que no era el verdadero esposo de Amira Aksel. Por un momento temí que hubieran descubierto todo y que la policía apareciera frente a mí. Pero deshice esa idea tan rápido como había aparecido en mi mente. Nadie en este estúpido pueblo sabía quién era Mehmet, mucho menos quién era yo. Ellos ni siquiera se acordaban de quién era Amira.

No me gustaba cómo estaban mirándome, cómo se decían cosas al oído mientras lo hacían. Luego caí en cuenta de que era mi aspecto, lo que les causaba curiosidad. Llevaba mi ropa de dormir manchada con la sangre de Amira, al igual que mis manos y mis pies, los cuales estaban descalzos, porque ni siquiera me había dado tiempo de ponerme las pantuflas.

Cuando la saqué de la cama, corrí con ella por el pasillo, para después dejarla sobre el suelo. Mientras corría de un lado a otro para agarrar las llaves del auto y abrir las puertas, no tenía cabeza para pensar en cambiar mi ropa o calzar mis pies. En cuanto pude acostar su frágil cuerpo en el asiento trasero del auto, salí como un loco y la traje aquí.

Yo no podía perder a mi Amira, no podía permitir perderla a ella y a mis hijos, porque si eso pasaba, entonces mi vida no tendría ningún sentido y para eso prefería estar muerto.

—¿Señor? —La voz de una mujer hizo que frenara mi caminata y también mis pensamientos.

—¿Sabe algo de mi esposa? —fue lo primero que atiné a preguntarle, al tiempo que llevaba mis manos a sus hombros y los sujetaba con fuerza.

La mujer llevó sus ojos a hacia cada una de mis manos y luego fijó su mirada en la mía, entretanto yo esperaba lleno de ansiedad a que las palabras salieran de entre sus labios.

—¿No quiere pasar al baño a limpiarse? —sus ojos me miraron de pies a cabeza—. Podemos…

Eché la cabeza a un lado y apreté los ojos, al tiempo que las fosas nasales se dilataban y dejaban entrar todo el aire posible, llenando mi pecho. Sus palabras tenían que ser una maldita broma.

—No quiero ni una mierda, señorita —la interrumpí cuando sentí su mirada juzgadora sobre mí—. ¡Mi esposa entró por esas malditas puertas hace tres horas y nadie ha salido a decirme nada!

—Señor, solo quiero ayudarlo.

—La única forma en que me puede ayudar, es si me da información sobre mi esposa y mis hijos. De lo contrario, lárgate de mi vista —dije dándole la espalda.

—Es que… señor, la gente se siente incómoda viéndolo… en ese estado.

Solté una carcajada seca, mientras me limpiaba las comisuras de la boca con ambas manos y alzaba mi vista hacia el techo. Entonces me giré y ella me miró con los ojos llenos de sorpresa. Volteé a ver a la gente que se encontraba en la misma sala y ellos se quedaron en silencio.

—¡Me importa una mierda! —vociferé harto de tanta estupidez—. ¡Si les incomoda verme, lárguense o sáquense los malditos ojos! —exclamé observando a cada una de las personas que se encontraban allí y se sentían con el derecho a juzgarme en una situación como esta.

—Señor, por favor, cálmese. Solo quería ayudarlo.

—¡Esto es un maldito hospital, bola de ineptos! ¡Si les molesta ver sangre, lárguense y no me hagan perder la paciencia!

—Por lo mismo —habló una mujer que se encontraba sentada, junto a un pequeño—. Como es un hospital, debería de hacerle caso a la señorita y no gritar. Hay niños aquí y lo está asustando —sus ojos me miraban de pies a cabeza, mientras ocultaba el rostro del niño en su pecho.

—Mire, señora… —Agregué con los dientes apretados, entretanto daba un par de pasos para acercarme a ella, pero la enfermera se metió en medio, poniendo sus manos sobre mis hombros.

Evitando que me acercara a la entrometida y la pusiera en su lugar como merecía. Me limité a mirarla sin siquiera pestañear.

—Señor Aksel —escuché la voz del doctor detrás de mí y giré casi de inmediato.

—¡Doctor! ¿Cómo está Amira? ¿Cómo están mis hijos?

La ira que habían despertado, desapareció al instante.

—Acompáñeme, señor Aksel, hablemos en un lugar más privado —dijo, haciéndose a un lado—. Señorita, por favor, tráigale unas pantuflas al señor. Estaremos en mi consulta.

—Enseguida, doctor.

Si él quería hablar en un lugar más privado, era porque no se trataba de nada bueno. Mil pensamientos oscuros vinieron a mi mente y sentí de repente una opresión en el pecho. En mi estómago se instaló una punzada dolorosa. Ya no quería que me dijera nada que no fuera bueno.

Seguí al doctor por el largo pasillo de paredes y pisos blancos, mientras la gente seguía observándome con cierto asombro, pese a que estábamos en un maldito hospital, donde todos los días veían gente accidentada y mucha sangre. Él abrió una puerta que llevaba una placa con su apellido y me dejó pasar a mi primero. Me hizo tomar asiento en la silla frente a su escritorio, entretanto él lo rodeaba para tomar asiento detrás de este. Me contempló en silencio por un momento que me pareció eterno y yo no quise hacer la pregunta por temor a su respuesta, porque no lo soportaría.




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