El silencio me envolvió en una profunda oscuridad, no muy diferente a la que ya habitaba. No sabía si seguía viva, si mi bebé lo estaba, o si ambos habíamos muerto en aquel maldito bosque. No tenía la menor idea de si aquel zumbido que aún podía escuchar en mis oídos se trataba del eco del arma que se había disparado o si era el retumbar de mi propio corazón aterrado. Quise gritar con todas mis fuerzas, pero, por más que lo intenté, no pude; mi voz era apenas un hilo delgado de aire que ascendía por mi garganta con desesperación.
Entonces… sentí el crujir de las hojas secas ser pisoteadas por pasos que se alejaban. Traté de hacer un esfuerzo por abrir los ojos y, a medias lo conseguí. Mi vista no era la mejor, pero entre la oscuridad y lo borroso alcancé a percibir una silueta desplomándose de rodillas frente otra.
—Perdóname… —se lamentaba, una y otra vez.
Mi corazón tambaleó dentro de mi pecho cuando aquella figura borrosa volvió a incorporarse. Parpadeé varias veces intentando distinguirla, pero no lo logré; mi cuerpo estaba agotado y mis párpados se sentían tan pesados como si sobre ellos cargara todo el peso del mundo.
«Dejame… no me toques», luché en silencio cuando sentí que me levantaba del suelo; pero estaba segura de que no me escuchaba. Mi cuerpo no reaccionaba y mi voz estaba atrapada en mi propia mente.
Escuchaba aquella respiración como un eco lejano. Lenta, pesada… y como si tan cerca de mí que podía sentirla rozarme la piel.
Quise preguntar quién era, pero por las palabras de aquella voz que no pude distinguir, entendí que de mi garganta solo salió un quejido.
—Tranquila, todo estará bien…—susurró.
Cuando por fin pude abrir los ojos y vista se aclaró permitiéndome ver a mi alrededor, me di cuenta que la habitación en dónde me encontraba era desconocida. La luz era tenue, suficiente para revelar los contornos. Ya no había árboles, ni hojas secas crujiente bajo mi cuerpo; tampoco el frío helado ni la sombra de Khan Aksel acechando detrás de mí. Con miedo de que lo que veía solo se tratara de una ilusión, recorrí con el corazón desbocado cada rincón de la habitación y asegurándome de que en verdad él no estuviera ahí. Y para mi tranquilidad, no lo estaba.
Solo me acompañaba el olor penetrante a alcohol y desinfectante, junto al «pi» incesante de la máquina a un lado de la cama. Intenté moverme, pero el dolor repentino que se instaló en mi vientre bajo me lo impidió. De inmediato, me llevé la mano hasta allí y recordé a mi bebé: ¿qué había pasado? ¿Seguía ahí conmigo? La desesperación se apoderó de mí, las lágrimas no tardaron en aparecer y empapar mis mejillas. Con un gesto tembloroso aparté la sábana y levanté la bata de hospital que cubría mi cuerpo. Mi barriga seguía ahí, pero no podía sentir a mi hijo. Me llevé la mano trémula al vientre y, rocé con las puntas de los dedos el parche vertical que se encontraba justo debajo del ombligo.
De repente, los recuerdos explotaron en mi cabeza. Vi a Khan frente a mí, burlándose, diciéndome con esa sonrisa torcida que aún me helaba la sangre, que todo lo que había pasado era porque yo me lo había buscado, por querer escapar de él e intentar quitarle a mi hijo.
«—Hiciste que matara a Reyhan —negó con la cabeza, y mis lágrimas escaparon—. Me hiciste asesinar a tu hermano y a dejar inconsciente al mío, ¿y para qué?
Recuerdo como se guardó la pistola detrás de la espalda, solo para después descargar su mano contra mi rostro en forma de una bofetada que todavía ardía en mi piel.
—No… —musité, con la voz hecha un hilo—. Eren… hermano… —apreté los ojos con fuerza, negándome a creer que él estuviera muerto.
Pero la imagen de Reyhan con el atizador en las manos regreso a mi mente como un golpe certero. La vi frente a Khan, tan nerviosa, mientras le suplicaba que nos fuéramos. Ella, en cambio, me empujó y me pidió que corriera lejos, porque mandaría a Eren detrás de mí. Yo me negué a dejarla ahí, a merced de Khan. Porque aunque ella creyó haberlo matado… en el fondo, yo sabía que no era así.
Me arranqué el parche del vientre y descubrí una horrible cicatriz que iba desde la parte baja de mi ombligo hasta la parte alta de mi pubis. Me llevé una mano a la boca para amortiguar el llanto que escapó de entre mis labios.
—Mi bebé… —sollocé—. ¡¿Dónde está mi bebé?!
Un grito desesperado, que casi me desgarró las cuerdas vocales, surgió desde lo más profundo de mi garganta al comprender que era posible que ya no lo tuviera conmigo.
Me arranqué los cables que tenía conectados a los brazos y al pecho, cargada de la más profunda pena y desesperación. Al instante, gotas de sangre brotaron y mancharon todo. Me bajé de la cama sin importarme el dolor que sentía en el vientre ni el esfuerzo que tuve que hacer para saltar las barandas; tampoco la sangre que goteaba de mis brazos y teñía el piso blanco del hospital.
El «pi» constante de la máquina se interrumpió y se transformó en un sonido agudo, incesante. Me aferré como pude a las barandas de la cama para no caer y avancé con pasos torpes hacia la puerta de la habitación.
—¡Oh, por Dios! ¡Llamen a alguien! —exclamó una voz femenina desconocida cuando salí tambaleándome al pasillo.
—¡Quiero a mi bebé!… —musité, como un zombi, aferrándome a las paredes mientras las lágrimas nublaban mi vista.