Corazón mutilado

Capítulo veintisiete

Le disparé a mi hermano.

Lo hice sin detenerme a pensarlo dos veces y solo para salvarla, porque a pesar de que había vuelto a Turquía por su boda con mi hermano; aún la seguía amando.

Él me miró con la sorpresa rebosante en sus ojos, al tiempo que su mirada se posaba sobre la herida de bala que había infligido en su pecho. La pistola cayó de mis manos al instante en que me di cuenta de lo que había hecho, perdiéndose casi por completo entre las hojas secas que cubrían la tierra y que ahora estaban salpicadas con la sangre de mi hermano.

¿Por qué demonios habías llegado hasta ese punto? Me llevé las manos a la cabeza, jamás había tomado un arma y le había disparado a nadie. No sabía qué hacer; por un lado, tenía a una Amira embarazada, cubierta de sangre e inconsciente y por otro, tenía a mi hermano, mirándome con los ojos llenos de lágrimas, mientras intentaba que la sangre no escapara de entre sus dedos...

—¡Lo siento, lo siento! —exclamé con las manos sobre mi cabeza y al borde de las lágrimas.

Khan giró la cabeza hacia un lado, buscando a Amira.

—Tienes que ayudarla… —balbuceó—. Llévala al hospital.

—No puedo sacarlos a ambos de aquí —dije, al tiempo que negaba con la cabeza y él apretó los ojos mientras su mano ensangrentada se apretaba a un más a su pecho.

—Llévatela, Tarık.

—No puedo dejarte aquí, no así… —la desesperación estaba a flor de piel en mí.

Saqué mi teléfono con las manos temblorosas para poder pedir ayuda, pero la señal en medio del bosque era nula. No podía irme a buscar ayuda y dejarlos solos a su suerte. En ese instante, maldije la hora en que decidí perseguir a Reyhan hasta aquí, quizá si no lo hubiera hecho, esto no hubiera sucedido.

El teléfono se me resbaló de las manos y me agaché rápidamente para buscarlo entre las hojas.

—Tarık, hermano… sálvala —me pidió con la voz hecha un hilo—… salva a mi hijo, por favor.

Aquellas palabras fueron como una patada directo a mi estómago y no sabía por qué me había sorprendido tanto; quizá porque deseaba muy en mis adentros que, mi hermano fuera inocente de las barbaridades que habían cruzado por mi cabeza. Sin embargo, él no era para nada inocente.

—Está bien. —acepté ante su súplica—. Espera aquí, volveré con ayuda.
—Te los encargo —me dijo, como si aquello fuera lo último que lo escucharía decir.

Me apresuré a tomar a Amira entre mis brazos y correr con ella por el bosque, de vuelta a la civilización.

—¡Resiste, por favor! —supliqué, mientras atravesaba los árboles, por el mismo camino por donde los había seguido.

En el camino no solo había dejado a mi hermano herido, sino también a ese otro hombre que había visto tendido en el suelo de regreso.

No pude contenerme y las lágrimas no demoraron en humedecer mis mejillas. Sabía que ella no podía escucharme, pero aun así le hablaba para que se quedara conmigo. Le rezaba a Dios para que no me abandonara en este momento, para que me perdonara por lo que le había hecho a mi hermano; para que me permitiera salvarlos.

—¡¿Tarık?! —escuché, mientras tenía la cabeza apoyada en la pared detrás de mí—. ¡¿Dónde está?! —volvió a pronunciar—. ¡La policía me llamó! ¿Qué pasó?

Abrí los ojos con lentitud y dirigí mi mirada hacia la persona frente a mí, era Mehmet, mi hermano mayor. El hombre que me había enviado lejos al extranjero con la excusa de que debía prepararme para que un futuro me hiciera cargo de los negocios de la familia; el mismo que se llenaba la boca dándome sermones de cómo debía convertirme en un buen hombre. Al que le confesé mis sentimientos por Amira y me hizo pensar que la merecía más que yo. Ese hermano que admiraba y no era más que un monstruo que se creía con el poder de comprar personas.

Me levanté de la silla y avancé hacia él sin prisa, no me sorprendía que estuviera aquí, después de todo, Amira era su esposa y era evidente que la policía lo llamaría para informarle.

—¡¿Ella está bien?! —siguió preguntando—. ¡Por Dios! ¡Di algo! —Su desesperación era agobiante, no solo para mí sino también para las personas que estaban en la sala.

Sin decir absolutamente nada, asesté un puñetazo en su cara y la sangre no demoró en salpicar en el suelo. Los nudillos de la mano me ardieron, pero no me importó. La gente que estaba a la espera de noticias sobre sus familiares enfermos, fijó los ojos en nosotros, mientras una que otra mujer suspiró asombrada. Estaban tan consternados como lo estaba Mehmet frente a mí, agarrándose la nariz y mirando la sangre que tenía en la mano.

—Vamos, fuera —finalmente hablé.

No quería verlo ni que estuviera cerca de ella. Ninguno de nosotros la merecía.

—¿Perdón? —dijo con el entrecejo arrugado—. ¡¿Qué demonios te pasa?!

Desvié la mirada un segundo y una sonrisa cargada de ironía apareció en mi rostro.

—No tienes nada que hacer aquí, Mehmet.

—Ella es mi esposa, tengo mucho que hacer aquí —masculló.

Me acerqué más a él y lo tomé por un brazo para empujarlo fuera del hospital. Trató de zafarse de mi agarre, pero no pudo lograrlo, solo cuando estuvimos fuera lo solté de un empujón.




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