Corazones en deuda

2. El viaje

Ese lunes, Clara se despertó más temprano de lo usual. A las cuatro de la mañana, con el cielo aún oscuro, recorrió su casa reuniendo sus últimas pertenencias. No quería que se le olvidara nada.

Cuando usó el cuarto de baño, se realizó una prueba de embarazo, como ya era habitual desde que comenzó su búsqueda de un bebé. Se quedó allí los tres minutos sin pestañear, esperando a que la prueba le diera un bendito resultado.

Siempre eran los tres peores minutos de su vida. Aunque trataba de hacer algo para distraer su mente, se sentía esclavizada a esa prueba rosa y a los tres minutos que indicaban las instrucciones.

Se volvía loca. Se comía la cabeza pensando en ese resultado positivo que nunca llegaba. A veces, cuando su fe se tambaleaba, se echaba a llorar y dejaba salir su lado más débil, pero nunca frente a Mark.

Si lo pensaba bien, nunca se replanteó el querer ser madre, y cada mañana al despertar, se obligaba a desearlo, aun cuando no estaba segura si lo quería o no.

Suspiró rendida cuando vio el resultado negativo y con rabia enterró la prueba de embarazo en el cesto de basura. No quería que Mark la viera al despertar. Ya se imaginaba el discurso de negatividad con el que la despediría.

Siempre era la culpable. Sus óvulos no servían, su útero era muy pequeño, uno de sus ovarios tal vez no estaba trabajando al cien por ciento; Mark siempre repetía las idioteces que su madre recitaba al teléfono.

Ya podía imaginarse otro discurso humillante.

Su doctor quería someterlos a exámenes para determinar su fertilidad, pero Mark se negaba. Por supuesto, no quería someter a su esperma al escrutinio médico. Eran seis generaciones de Nowell perfectas. Claramente la falla era ella.

Clara sentía el peso de su fracaso desde que se levantaba hasta que se acostaba; en sueños y pesadillas se enfrentaba a su inutilidad también. Era un golpe duro para ella, porque se había pasado la vida buscando ser eficiente y perfecta.

Saber que era una inútil imperfecta era devastador.

En su bolso y sin que Mark la viera, metió unas cuántas pruebas de embarazo, porque, iba a seguir con su búsqueda religiosamente. Sí era agobiante, pero Clara necesitaba despejar la verdad o la incertidumbre la volvía loca.

Aunque sabía que era un viaje de apenas un par de días, temía que el cliente, conocido entre sus colegas como conflictivo, insolente y problemático, arruinara su estadía en “Mirador del Valle”.

Se sirvió un café negro cuando sintió las mariposas descontroladas en su estómago. Quiso que el café caliente y amargo las destruyera una a una, calmando esos sentimientos de angustia.

No solía beber café, porque la madre de Mark se lo tenía prohibido, pero ese día, con toda la tensión que sentía, encontró que era necesario un poco de cafeína.

—Es muy temprano —dijo Mark, saludándola con los ojos apenas abiertos.

—Lamento despertarte tan temprano, pero mi ansiedad no ayuda —susurró ella, mirándose en el espejo de su tocador mientras se arreglaba el cabello y las cejas—. Hoy me voy de viaje.

Mark suspiró con pesadez.

—Verdad, el viaje —dijo con tono cansino y se levantó de la cama para darle ánimos cuando la vio mal—. Todo saldrá bien, cariño —consoló y la besó fríamente en la coronilla.

Clara se llenó de ilusiones y buscó su mirada para que la alentara un poco más, pero él se escabulló al cuarto de baño y cerró la puerta para tener privacidad.

Clara se puso tacones, se ajustó la falda negra y caminó por la sala con una taza de café en una mano y el informe del cliente en la otra. La deuda era enorme. Triplicaba el valor de la casa que acababa de comprarse y que terminaría de pagar cuando cumpliera sesenta años.

Era una deuda impagable, aun para ella, que mantenía sus ahorros en orden.

Hojeó el archivo y buscó información del cliente, el mismo cliente que había hecho llorar a Luisa y que ahora recaía sobre sus hombros.

Siempre le gustaba saber cómo lucían sus clientes. Tenía algunas reglas: a los “privilegiados” los trataba de forma muy profesional y a los “desafortunados” los trataba de forma cariñosa. Por alguna razón, los “desafortunados” siempre estaban carentes de cariño y cedían a cada una de sus exigencias.

Pensó que ese cliente no sería la excepción, pero fue decepcionante ver la fotografía de la identificación de Ethan Henrie y se detuvo en su andar en círculos para mirarlo fijamente.

—No es para nada intimidante, señor Henrie —dijo, pasándole el dedo a su rostro de pómulos marcados y mejillas hundidas, aspecto severo; cejas gruesas que conferían determinación a su nariz recta—. Puaj, camisa a cuadros… —dijo con desagrado, mirando la ropa que vestía.

Guardó el archivo en su bolso y cuando regresó a su cuarto para hablar con Mark, se encontró de frente con su reflejo.

Supo que vestía demasiado profesional para un hombre como Ethan Henrie, quien solo les había dado dolores de cabeza en los últimos tres meses.

Decidió cambiarse por algo más serio, pero accesible; al final, ninguno de sus colegas consiguió acercarse a él y dialogar.

Eso era lo que ella necesitaba: dialogar con el “señor Insolente”. Jeans oscuros y blusa blanca la ayudarían a que el diálogo fluyera y cerraran de una vez por todas ese bendito problema.




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