Clara tuvo que convencerse a sí misma de que no le temía a Henrie y, con valentía, entró al bar.
Lo hizo con tanto arrebato que, cuando abrió las puertas dobles, todos los presentes dejaron de hablar y voltearon a mirarla.
Algunos la observaron con desprecio, otros ni siquiera repararon en su presencia, pero Henrie sabía perfectamente quién era ella y no dudó en dirigirse a ella con total seguridad.
—Creí que ya estaría de regreso... —dijo, alzando su vaso con cerveza.
Clara rodó los ojos y avanzó por el bar para buscar una mesa privada en la que sentarse. No dudó en mirarlo por encima del hombro para responderle:
—Si usted no hubiera destrozado las llantas de mi coche, tal vez ya me habría marchado...
Henrie se rio fuerte. Clara se maldijo por caer en su juego, pero no podía evitarlo. Necesitaba mirarlo. Era como un imán poderoso que no la dejaba desviar la vista.
—Son acusaciones graves —respondió travieso—. Y no puede culparme sin pruebas —susurró.
Ella puso los ojos en blanco.
—Por supuesto, usted es un ángel —dijo sarcástica.
Henrie sonrió travieso. Clara pensó que se desvanecía a sus pies.
—Puedo ayudarla con sus llantas, si usted me lo permite —dijo Henrie, persiguiéndola, hablándole por la espalda.
A Clara no le gustó su cercanía. Podía sentir sus palabras ásperas metiéndosele por la nuca, entre las hebras de su cabello. ¿Qué intentaba? ¿Ponerle los pelos de punta, apabullarla, intimidarla?
—No, gracias. —Volteó ella a responderle. Necesitaba mirarlo a la cara—. No quiero quedarme sin frenos y morir en la carretera —bromeó.
Henrie se rio más fuerte y la ayudó a sentarse en la mesa que ella escogió. Sostuvo su silla y la empujó para ella, demostrándole que podía ser un caballero cuando se lo proponía.
Clara lo miró con desconfianza y se sentó sin poder darle las gracias. Agradecerle significaba perder esa guerra que él mismo había iniciado.
Era él quien debía alzar la maldita bandera blanca.
Henrie se sentó frente a ella, sorprendiéndola con su atrevimiento de compartir la mesa con ella, y con tono amable le dijo:
—No soy un asesino, si eso piensa. Solo intento proteger lo que amo.
Clara le ofreció una mueca desagradable y sin pensarlo mucho le dijo:
—No lo invité a sentarse, señor Henrie.
Henrie se rio y la señaló con su dedo de forma divertida. Ella usaba la misma táctica que él había usado esa tarde en su granja.
—Debo reconocer que es buena, señora Rove —dijo él, aceptando que Clara era mejor que todas las otras enviadas del banco.
Clara suspiró cansada.
—Por milésima vez, es “señorita”, y dígame —se enojó—, ¿qué intenta? ¿Hacerme cambiar de parecer? —Lo encaró.
Henrie enarcó una ceja y levantó su mano para pedir una cerveza para su acompañante.
—Supongo que no conoce la palabra amabilidad —especuló él mirándola desde su lugar.
Según la perspectiva de Clara, era demasiada distancia.
Con descaro, estiró las piernas para ver si lo encontraba en su camino. Quería volver a sentir lo que su mano le provocó antes de entrar al bar. Fue adrenalina la que la invadió en ese momento de atrevimiento. Jamás, con ninguno de sus clientes pasados, intentó algo tan osado.
Se retractó rápido, antes de ir más lejos de lo que podía permitirse.
La camarera puso un vaso con cerveza frente a ella. Clara miró la cerveza espumosa con desconfianza. Sin decir ni una sola palabra, la camarera estiró su mano para cobrarle.
—Ponlo en mi cuenta —dijo Henrie.
La camarera lo miró con horror.
Clara se rio sarcástica y sacó dinero para pagar por su cerveza. La camarera cogió el dinero y se marchó con paso furioso.
—Por favor, sea sensato, señor Henrie —dijo Clara—, que pague por mi cerveza no significa que seamos amigos.
—Enemigos —dijo él, alzando su vaso con cerveza para brindar.
Ella se aguantó una risita y volvió a fijar sus ojos en la cerveza, que no le daba buena espina.
—Enemigos —susurró y no dudó en darle un primer sorbo a la cerveza tras brindar con su enemigo.
Henrie sonrió al verla beber y la acompañó sin decir mucho.
—¿Cómo está Luisa? —preguntó Henrie, con una sonrisa picante.
Clara se mostró ofendida al escuchar el nombre de su compañera de trabajo, más al ver a Henrie preocupado por ella.
—¿Luisa? —Se oyó celosa. Ni siquiera ella pudo entender el porqué de esos celos chispeantes—. ¿La conocía de antes? —Fue directa al grano.
No pudo mirarlo a la cara. Sabía que ardería si escuchaba que ya conocía a Luisa, su compañera de trabajo, si escuchaba algo que no quería escuchar.
—Sí —Henrie fue tajante—. Luisa vivió aquí algunos años.