Clara corrió fuera del invernadero, ahogada por las lágrimas que no la dejaban respirar.
Su cabeza era un caos en ese momento. Jamás se había comportado así. Los errores que acababa de cometer no tardaron en golpearla duro en el rostro y el golpe de realidad no hizo más que empeorar su estado.
"¿En qué estaba pensando?" Escuchó la voz de Olimpia de esa mañana, haciéndole la misma pregunta que se estaba haciendo ahora.
Acababa de destrozar la única copia firmada y autorizada por el banco del acuerdo con el deudor. Se había rebajado frente a él y sus hijas, haciendo una escena tan indignante que sintió repulsión de sí misma.
No quería que Henrie la viera así, ahogada por sentimientos que ni ella comprendía, así que se echó a correr entre el maizal seco, creyendo que allí podría esconderse, que allí podría drenar la vergüenza que la ahogaba.
Caminó sin parar, sin mirar atrás ni por dónde pisaba. Tenía la vista nublada por las lágrimas torpes que no la dejaban razonar con coherencia. Estaba tan abrumada por esos sentimientos primerizos que no se percató de dónde pisaba.
Nunca miró a su alrededor, ni siquiera para comprobar si seguía dentro de los predios de Henrie.
Cuando sintió los tobillos hundidos en lodo tibio, dejó de caminar y miró a su alrededor con preocupación. Solo entonces fue consciente de lo exaltada que estaba. Respiraba entrecortadamente y aún temblaba, aferrándose a los últimos pedazos del acuerdo, los cuales apretaba contra sus puños.
Respiró entrecortadamente al verse atrapada en ese lodo pegajoso y apestoso. Aunque quiso dar un paso para salir de allí, pronto se descubrió atrapada en un pantano que la succionaba más rápido de lo que hubiera deseado.
—No… —jadeó aterrorizada y jaló las rodillas hacia afuera para luchar por su vida. Luchó, pero la fuerza con la que el pantano la tomaba era superior a la suya y pronto se vio atrapada hasta las caderas—. No, por favor, no vine para morir ahogada en un charco maloliente… —sollozó angustiada.
Aunque no quería pedirle ayuda a Henrie, porque su estúpido orgullo estaba primero, Sol la encontró atrapada en ese pantano al que su padre les tenía prohibido acercarse y respiró aliviada al saber que no estaba sola.
—¡Papi! —chilló la niña, pidiendo ayuda y, aunque la pequeña dio la vuelta para ir a buscar a su padre, Clara le imploró que no la abandonara.
—¡No me dejes, no quiero morir sola! —chilló asustada y gritó aterrorizada cuando el pantano la succionó un poco más.
Sol, quien la había perseguido por los maizales secos tras su arrebato, regresó tan agitada como ella.
—No voy a abandonarte —dijo firme y se agarró sus trenzas idénticas para calmarse—. Necesito ir a buscar ayuda, ¿sí entiendes? —preguntó como si estuviese hablando con ella. Clara no supo qué decir—. Papi tiene fuerza, él puede ayudarte.
Clara hipaba atemorizada. Podía sentir la fuerza del pantano jalándola completa, cada vez más, con ese lodo pegajoso y denso metido entre sus piernas, que ni siquiera la dejaba moverse.
—Por favor, date prisa —suplicó Clara y Sol se echó a correr apresurada entre los maizales oscuros.
La niña tardó apenas unos minutos, pero para Clara fueron eternos.
La última vez que había rezado fue cuando su padre no regresó la primera noche, ni la siguiente, ni la siguiente, y Clara supo que no sería tan fácil. Le pidió a Dios que su padre regresara, de rodillas, durante horas, incluso prometió ser una niña buena, pero como él nunca regresó, Clara dejó de creer en Dios y nunca volvió a pronunciar una oración en su vida.
Hasta ese momento.
No se podía poner de rodillas porque se ahogaba, pero suplicó por su vida llorando.
—¡Prometo dejar de ser esta arpía maldita en la que me convertí! —gritó, mirando al cielo—. Por favor, Dios, libérame…
Ethan continuaba en el invernadero, queriendo comprender qué había sucedido. Ya no había acuerdo. La negociadora del banco acababa de destruirlo con sus propias manos. Muchas preguntas lo asaltaban en ese segundo y ninguna parecía tener respuesta.
—¡Papi! —jadeó Sol al abrir la puerta de golpe. Luna la miró con tristeza—. ¡La loca citadina está atrapada en el lodo prohibido! —chilló y, al ver la cara de su padre, respiró aliviada.
Irían en su rescate.
A Ethan le tomó menos de un minuto coger una cuerda resistente y las llaves de un viejo tractor que mantenía cerca del pantano.
Cuando llegó, la encontró llorando desconsoladamente. Pedía perdón mirando al cielo y repetía frases que le hicieron creer a Ethan que de verdad estaba loca.
—Dios no le va a quitar lo arpía, si eso piensa —dijo Ethan, tan relajado que ella tuvo que gruñir rabiosa.
Fue una pequeña rabieta que la hundió un poco más.
—¡Ya no sea bruto y ayúdeme! —gritó furiosa, levantando los brazos en el aire para pedirle su ayuda.
Ethan sonrió y, con confianza, le lanzó la cuerda. Ella se aferró a ese pedazo de cuerda como si no hubiera un final. Ethan trató de jalarla, pero ya estaba atrapada hasta la mitad del pecho, así que recurrió al otro plan y condujo el tractor lo suficientemente cerca del pantano. Ató la cuerda con fuerza y la jaló fuera con la ayuda del motor.