Clara seguía sintiendo una mezcla de vergüenza y confusión después del malentendido con Ethan y la cena. Peor se sentía al entender que Ethan no tenía segundas intenciones con ella y que ella lo había malinterpretado todo: su amabilidad, su calidez, su sonrisa.
Se obligó a olvidar aquello y recordar su papel como negociadora de un prestigioso banco. “¿Qué estaba haciendo allí?” Se preguntó, al verse de pie en la cocina, acompañada de dos risueñas niñas. Se dio cuenta de que lo había arruinado todo. Mark, su trabajo, la confianza de Olimpia. “¿Cómo demonios iba a explicar todo eso?” “¿Acaso se había vuelto loca?” “¿Compartiendo la mesa con clientes?” “¿Cena de negocios?” Todo estaba mal. Todo estaba patas arriba y la culpa era de...
Clara suspiró al ver al culpable de sus desgracias preparando la ensalada. Cuando se dio cuenta de que fue un suspiro de fascinación, más que de hastío, supo que estaba en la perdición absoluta.
Supo que había perdido su norte, su sur, y todos sus tontos puntos cardinales. Se olvidó de sus proyectos, de sus sueños, de su calculada y fría vida en la ciudad.
¿Y todo por qué? ¿Por un orangután que sabía hacer una ensalada perfecta con sus manos feroces?
Eso no tenía lógica. Ese pueblo la estaba volviendo loca.
—Mierda —dijo en voz alta y con tanta rabia que todos la miraron con horror.
Las gemelas estaban sorprendidas.
—Clari… —llamó Sol de forma cariñosa. Clara la miró y, por unos instantes, se sintió débil otra vez—… tenemos prohibido decir malas palabras en la cocina —dijo la pequeña rubia de forma aprensiva.
—Es la hora feliz —dijo Luna con cierto sarcasmo.
Ella no parecía feliz pelando los huevos para la ensalada.
—Sí, yo… —Clara respiró profundamente y fijó sus ojos en Ethan. Tuvo que armarse de valor para continuar—. Señor Henrie, ¿puedo hablar con usted en privado? —preguntó temblando.
Iba a marcharse.
Si seguía allí un segundo más, compartiendo un momento “familiar” con desconocidos, porque no podía actuar como una loca y entrar en la casa de sus clientes deudores a jugar a la familia feliz, todo se vería arruinado por sus “sentimientos”.
Su único propósito para estar allí era dejarlos en la calle. Nada más.
Iba a marcharse, porque, como Ethan, estaba muerta del miedo de lo que empezaba a sentir y como su castillo de cristal perfecto empezaba a derretirse.
Ethan asintió a su petición y señaló la puerta de entrada. La invitó a salir de forma caballerosa.
Le abrió la puerta, la condujo hasta el jardín delantero y, cuando estuvieron cara a cara, frente a un atardecer peligroso, se rieron cómplices al mirarse otra vez.
—Yo… lo mejor es que me marche —dijo Clara, aferrándose a su batín impregnado de su aroma con culpa.
No estaba segura si eso era lo que quería. Podía sentir que las niñas estaban atravesando esa barrera que ella llamaba “segura”, donde nadie llegaba nunca y no quería dejarlas llegar tan lejos.
Podía apostar que luego sentiría culpa, cuando regresara a casa, a su vida monótona y el banco terminara su trabajo.
Después de todo, tenía corazón y empezaba a dolerle cada vez más.
—Pero… —Ethan sintió el trago amargo de la decepción—. ¿Y la cena? —preguntó.
No quería que sus niñas se desilusionaran como él. Parecían felices de tener, por fin, una invitada que les agradara.
Siempre eran otros agricultores o las amigas de Serena y nunca parecían estar conformes con esas visitas aburridas.
Clara suspiró.
—No es correcto que yo esté aquí. —Miró la casa con intranquilidad—. Sus hijas… yo…
Ethan suspiró y no la dejó hablar más. Encontró que era patética inventando excusas para alejarse. ¿Tan malo era? ¿Tan malo que nadie quería quedarse jamás?
—Está bien —dijo tajante—. Márchese de una vez. —Mostró el orgullo que lo dominaba y con firmeza le dijo—: devuélvame el batín.
Clara lo miró horrorizada y se aferró a esa tela abrigada con más fuerza.
—Se lo devolveré mañana, porque ahora estoy desnuda y…
—Me importa un carajo. Solo lárguese. —Fue tan duro que Clara se sintió peor.
Pero asintió, porque entendía su furia. O tal vez no. Todo era tan complicado entre ellos. Quiso darse la media vuelta para irse, pero Ethan la detuvo.
Tuvo un repentino arrepentimiento.
—No, regrese —ordenó y la cogió del brazo para hacerla regresar. Se miraron a las caras con agitación—. No se va a ir sin decirle a mis hijas por qué se va…
—¿Qué? —Clara parecía consternada con esa petición—. No, yo… —Se lamió los labios—. Solo dígales que tengo trabajo o…
—No. —Ethan fue determinante otra vez—. No voy a mentirles otra vez —dijo apretando los puños—. No lo merecen… ya han vivido demasiadas decepciones… su madre, su casa, yo…
—Señor, creo que está confundiendo las cosas. —Clara lo miró con tristeza.
Ethan se rio con cierto dolor en su voz.