Corazones En Juego

Corazones En Juego

La felicidad se expandía en mi pecho como un resplandor cálido mientras subía las escaleras del edificio de Diego. No podía dejar de sonreír. Hoy era el día en que finalmente le diría lo que sentía, sin miedo, sin dudas.

Había sido un torbellino de emociones desde que él apareció en mi vida. Diego, con su sonrisa despreocupada y esa forma de hacerme sentir única, me había conquistado sin que yo lo notara. Me hacía reír, me hacía sentir segura. Me hacía creer que, por primera vez, alguien me veía de verdad.

Al llegar a su puerta, tomé aire, tratando de calmar los latidos acelerados de mi corazón. No quería que mi emoción me delatara demasiado pronto. Toqué suavemente, pero la puerta estaba apenas entornada, lo suficiente como para dejarme escuchar las voces que provenían del interior.

—No puedo creerlo, Diego —dijo una voz que reconocí como la de uno de sus amigos—. De verdad lo lograste.

—Te dije que no sería difícil —respondió él, su tono despreocupado, casi burlón.

Fruncí el ceño. ¿De qué hablaban?

—Clara era un reto, pero nada que no pudiera manejar —continuó Diego—. Apostamos que la haría caer, y mira, lo hice.

El aire pareció evaporarse de mis pulmones.

—Eso significa que ganaste la apuesta —agregó otro, riendo.

—Sí. Les dije que ninguna chica se me resistía. Clara no fue la excepción.

La carcajada de Diego retumbó en mis oídos como un eco cruel.

El mundo a mi alrededor pareció derrumbarse en un instante. Mi pecho dolía, mi respiración se volvió superficial. Las palabras se clavaron en mi alma como cuchillas afiladas.

Yo… fui una apuesta.

Las risas continuaron dentro del departamento mientras yo me quedaba de pie, congelada, incapaz de procesar el golpe. Todo había sido una mentira. Cada palabra, cada caricia, cada momento que creí especial.

Un nudo se formó en mi garganta, y de repente, todo lo que sentía por él se transformó en algo oscuro, en un dolor ardiente que me consumía desde adentro.

Sin hacer ruido, retrocedí. Mi mano temblorosa empujó la puerta para cerrarla suavemente, asegurándome de que no supieran que estuve ahí.

Me di la vuelta y caminé, cada paso alejándome de él, de su traición, de la estúpida ilusión que había construido en mi corazón.

No iba a llorar. No aquí. No ahora.

Pero una cosa era segura.

Diego había jugado conmigo. Y ahora, el juego había terminado.

El aire nocturno golpeó mi rostro cuando salí del edificio de Diego. Caminé sin rumbo fijo, sintiendo cómo el dolor me carcomía por dentro, como si una garra invisible me estrujara el pecho.

Mis piernas temblaban, pero me obligué a seguir adelante. No sabía si el temblor era por la ira o por la tristeza. Tal vez por ambas.

Cuando finalmente llegué a mi departamento, cerré la puerta con fuerza y me dejé caer sobre el suelo.

Y entonces, rompí en llanto.

Las lágrimas cayeron sin control, empapando mi rostro, ahogando mi respiración. Me abracé a mí misma, intentando contener el dolor, pero era imposible. Sentía que me desgarraba desde dentro, como si algo en mí se hubiera roto de una forma irreparable.

Cada palabra que escuché en ese departamento se repetía en mi cabeza como una tortura.

"Clara era un reto."

"Apostamos que la haría caer."

"No fue la excepción."

Las risas, la burla en su tono… todo se clavaba en mi piel como espinas.

Yo había sido una apuesta.

Me engañó. Jugó conmigo.

Y yo, estúpida, había creído cada caricia, cada beso, cada mirada.

Las horas pasaron en un doloroso letargo. No supe en qué momento el llanto se volvió un sollozo ahogado, ni cuándo el cansancio me venció. Pero cuando escuché los golpes en la puerta, el mundo pareció detenerse.

Golpes insistentes.

Sabía quién era.

Diego.

Me limpié las lágrimas con las mangas de mi suéter y me puse de pie. Mis piernas aún temblaban, pero esta vez, no era por tristeza. Era por la rabia que hervía en mi sangre.

Caminé hasta la puerta y la abrí de golpe.

Ahí estaba él, con el ceño fruncido, como si realmente estuviera preocupado.

—Clara… —dijo mi nombre con suavidad, como si le doliera verme así.

Pero su voz ya no tenía poder sobre mí.

—¿Qué quieres? —pregunté con frialdad.

Diego frunció los labios y dio un paso hacia mí, pero no lo dejé entrar.

—Estuve buscándote —continuó—. Te llamé, pero no contestaste. ¿Estás bien?

Mi risa fue amarga.

—¿Si estoy bien? —repetí, mirándolo con incredulidad—. ¿De verdad tienes el descaro de preguntar eso?

Diego pareció confundido por un momento, pero luego su expresión cambió. Se tensó, como si algo dentro de él le dijera que esto no iba a ser una simple conversación.




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