Clara.
En estos últimos días, me he dado cuenta de que Mateo está más feliz, más activo en sus actividades, y cuando regresa de estar con Diego, lo hace lleno de entusiasmo, contando todo lo que hicieron juntos. Me llena de alegría verlo sonreír, pero al mismo tiempo, un temor silencioso se instala en mi pecho.
Tengo miedo.
Miedo de que Diego le falle. De que lo lastime. Quiero creer que ha cambiado, que esta vez será diferente, pero no puedo. No después de todo lo que pasó entre nosotros. Sé que Mateo es el más inocente en todo esto, y por él haré cualquier cosa para que sea feliz.
Hoy es sábado, lo que significa que no tengo trabajo y podré dedicarme por completo a mi hijo. Camino hasta su habitación y lo encuentro profundamente dormido, con la respiración tranquila y el rostro sereno. Sonrío con ternura. Él es mi todo, mi razón de vivir. Cierro la puerta con cuidado y bajo las escaleras en busca de un café.
Sebastián aún no ha regresado. No sé por qué, pero desde que le conté que Diego ya sabe que Mateo es su hijo, lo he notado un poco distante. Tal vez son solo ideas mías.
Me sirvo una taza de café y me pierdo en mis pensamientos. Reflexiono sobre mi vida, mi matrimonio. Por Sebastián siento gratitud, cariño… pero por Diego, en lo más profundo de mí, aún arde ese fuego que nunca logré apagar.
Suspiro, intentando disipar esos pensamientos. No quiero sentir esto, no debería. Sebastián ha estado a mi lado en los momentos más oscuros de mi vida, ha sido un padre ejemplar para Mateo y un esposo comprensivo. Me ha dado estabilidad, seguridad… todo lo que Diego alguna vez destruyó.
Aun así, cuando Diego está cerca, cuando lo veo con Mateo, cuando su mirada se encuentra con la mía, siento cómo esa barrera que construí se agrieta poco a poco.
Sacudo la cabeza, reprimiendo ese torbellino de emociones. Termino mi café y decido concentrarme en lo único que realmente importa: mi hijo.
Me dirijo nuevamente a su habitación y lo encuentro despertando, frotándose los ojitos con sus pequeñas manos.
—Buenos días, mi amor. —Me siento en el borde de la cama y acaricio su cabello despeinado.
—Mami… —Su vocecita adormilada me enternece. Se estira y me abraza, escondiendo su rostro en mi cuello—. ¿Hoy vamos a ver a papi Diego?
Mi corazón se encoge.
—Hoy pasaremos el día juntos, cariño —respondo con suavidad—. Podemos hacer lo que tú quieras.
Mateo se separa un poco y me mira con esos ojitos llenos de ilusión.
—¿Podemos ir al parque? ¿Y comer helado?
—Lo que tú quieras, mi amor.
Su sonrisa ilumina su carita y me besa en la mejilla antes de saltar de la cama con emoción.
—¡Voy a cambiarme rápido, mami!
Río con ternura mientras lo veo correr hacia su armario. Mateo es mi mayor alegría, mi todo… y haré lo que sea necesario para protegerlo.
Incluso si eso significa luchar contra sentimientos que jamás deberían haber vuelto.
Mateo regresa a la habitación ya bañado y vestido, con su carita iluminada por la emoción del día que le espera. Lleva puesta su camiseta favorita con dibujos de dinosaurios y unos jeans cómodos. Se detiene frente a mí con una sonrisa radiante.
—¡Listo, mami! ¡Vámonos!
Suelto una pequeña risa y lo miro con ternura.
—Primero tenemos que desayunar, campeón. No podemos salir con el estómago vacío.
Mateo hace un pequeño puchero, pero asiente con la cabeza.
—Está bien… ¿Puedo elegir el desayuno?
—Por supuesto, mi amor. ¿Qué te gustaría comer hoy?
Su carita se ilumina mientras piensa por un momento.
—¡Panqueques con chocolate y fresas!
—Buena elección —digo con una sonrisa, tomando su manita para guiarlo hacia la cocina—. Vamos a prepararlos juntos.
Mateo salta emocionado mientras caminamos. Sigo observándolo, grabando en mi corazón cada una de sus expresiones, cada uno de sus gestos llenos de inocencia y felicidad.
Y en lo más profundo de mi ser, sigo rogando que nada ni nadie le arrebate esa sonrisa.
Mateo y yo entramos a la cocina, y él corre emocionado hacia una de las sillas para subirse y poder ver mejor la encimera. Le paso un delantal pequeño que le compré hace tiempo, y él se lo pone con una gran sonrisa.
—¿Podré mezclar la masa, mami? —pregunta con emoción.
—Claro que sí, pero primero tenemos que reunir los ingredientes —le respondo, sacando la harina, los huevos, la leche y el chocolate.
Mateo observa todo con atención y me ayuda a verter los ingredientes en un tazón. Con su manita pequeña, toma la cuchara de madera y empieza a mezclar con toda su energía.
—¡Mira, mami, lo estoy haciendo yo solito! —exclama orgulloso.
—Lo estás haciendo excelente, mi amor —le digo, acariciando su cabello.
Después de unos minutos, terminamos la mezcla y comenzamos a cocinar los panqueques en la sartén. Mateo observa con fascinación cómo la masa burbujea antes de que le dé la vuelta con la espátula.
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Editado: 23.06.2025