Corazones En Juego

Capitulo 11

El amanecer se coló por las ventanas del hospital, tiñendo de un tenue color dorado las frías paredes blancas. Sentada en una de las incómodas sillas junto a la cama de Sebastián, apenas había pegado los ojos en toda la noche. No quería dormir, no quería perder ni un solo segundo a su lado.

Observaba su rostro tranquilo, su respiración asistida por las máquinas, el leve movimiento de su pecho. Cada pequeño gesto, cada sonido de los monitores, era un recordatorio brutal de lo frágil que era todo ahora. Sentía los ojos arderme por el cansancio, pero me obligaba a mantenerme despierta, a seguir agarrando su mano como si así pudiera retenerlo.

Sentí un leve roce en el hombro y me giré despacio. Era Catalina, que me miraba con dulzura y tristeza a la vez.

—Clara, mi amor… —dijo en un susurro, acariciándome la cabeza como si fuera una niña—. ¿Por qué no vas a descansar un poco? Después puedes regresar y seguir aquí con él. Yo me quedo a su lado.

Negué de inmediato, apretando con más fuerza la mano de Sebastián. La sola idea de alejarme, aunque fuera unos minutos, me desgarraba el alma.

—No quiero irme —susurré, sintiendo las lágrimas acumularse de nuevo en mis ojos.

Catalina se agachó frente a mí, tomando mis manos entre las suyas.

—Lo sé, cariño. Pero Sebastián te necesita fuerte. Si no descansas aunque sea un poco, no vas a poder seguir acompañándolo como quieres. Yo te prometo que estaré aquí, que no lo dejaré solo ni un segundo.

Sus palabras, llenas de comprensión y cariño, me rompieron las defensas. Sabía que tenía razón, aunque mi corazón gritara en protesta.

Respiré hondo, tratando de controlar el temblor en mis manos, y asentí a regañadientes.

—Está bien… —murmuré, levantándome con lentitud, sin soltar su mano hasta el último segundo—. Pero si pasa algo…

—Te llamaré enseguida —me prometió Catalina, sonriendo con tristeza.

Le di un último beso en la frente a Sebastián, sintiendo cómo el alma se me partía, y me obligué a salir de la habitación, con pasos lentos, el corazón pesándome en el pecho como una piedra.

Cada paso que daba lejos de él dolía más. No sabía cómo iba a poder soportarlo.

Salí del hospital sintiendo que cada vez que me alejaba de esa habitación, me arrancaban un pedazo del alma. Afuera, el día avanzaba como si nada pasara, como si el mundo no se estuviera desmoronando dentro de mí.

Tomé un taxi en silencio, apenas susurrando la dirección de casa. Durante el trayecto, me recosté contra la ventana, dejando que el viento frío golpeara mi rostro mientras mis pensamientos se perdían en todos los recuerdos que tenía con Sebastián: nuestras risas, las tardes juntos con Mateo, las miradas llenas de amor, los sueños que habíamos compartido.

Al llegar, la casa me recibió con un silencio abrumador. Me quité los zapatos en la entrada y subí directamente a mi habitación, sin fuerzas para nada más. El cansancio me vencía, pero aún así, antes de acostarme, saqué el celular. No había llamadas, ningún mensaje. Catalina aún no había escrito, lo cual tomé como una buena señal.

Me dejé caer en la cama, abrazando la almohada con fuerza. El olor de Sebastián estaba impregnado en las sábanas, y eso bastó para que las lágrimas, que había contenido con tanto esfuerzo, comenzaran a fluir sin control.

—Por favor, quédate conmigo... —susurré en medio de sollozos, como si él pudiera escucharme a pesar de la distancia.

La angustia me venció poco a poco, hasta que finalmente, agotada por el dolor y el cansancio, me fui quedando dormida, con la promesa de que en cuanto despertara, regresaría a su lado. Porque no importaba cuánto doliera... yo no pensaba soltarlo.

El insistente sonido del teléfono me arrancó de un sueño intranquilo. Mi corazón latió con fuerza en mi pecho mientras me apresuraba a contestar, temiendo lo peor.

—¿Hola? —dije con la voz ronca y llena de ansiedad.

—Clara, soy Catalina —escuché su voz temblorosa al otro lado—. Sebastián... despertó. —Hubo una breve pausa en la que me pareció escucharla contener un sollozo—. Preguntó por ti... y por Mateo también. Quiere verlos.

Por un momento, me quedé sin aire, procesando esas palabras como si fueran un regalo que no me atrevía a aceptar por completo.

—¿De verdad...? —susurré, sintiendo cómo mis ojos se llenaban de lágrimas.

—Sí, amor —confirmó Catalina con suavidad—. Ven lo más pronto que puedas, por favor.

Salté de la cama de inmediato, la energía regresando a mi cuerpo como una corriente imparable. Sin perder tiempo, busqué mis zapatos, tomé las llaves y el bolso. Bajé corriendo las escaleras mientras marcaba el número de Diego para pedirle que trajera a Mateo. Tenía que estar ahí, tenía que abrazarlo, mirarlo a los ojos, decirle todo lo que mi corazón guardaba.

Hoy no pensaba dejarlo solo. No otra vez.

Subí al auto con el corazón desbocado, sentía las manos temblorosas mientras sujetaba el volante. Apenas podía ver por las lágrimas que se agolpaban en mis ojos, pero aun así conduje, rogando en silencio que los semáforos estuvieran a mi favor.

Al llegar al hospital, estacioné de cualquier manera y corrí hacia la entrada. Catalina me esperaba en el pasillo, su rostro mostraba cansancio, pero en sus ojos había un brillo de esperanza.




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