Corazones En Juego

Capitulo 12

Clara

Ha pasado un mes desde que Sebastián se fue… y aún me cuesta asimilarlo. No hay un solo día en que no lo extrañe. Su risa, su forma de ver la vida, su manera de tomarme la mano cuando sentía que el mundo se derrumbaba. La casa, aunque llena de vida por Mateo, a veces se siente inmensa sin su presencia.

Hay momentos en los que me descubro hablando sola, como si él aún estuviera cerca, como si pudiera escucharme. Me quedo parada frente a su estudio, sin atreverme a entrar. Solo lo abrí una vez, para tomar las cartas que nos dejó. La suya aún la guardo bajo la almohada.

Hace una semana, regresé al trabajo. Fue difícil caminar por los pasillos, ver las miradas de compasión, de respeto. Me recibieron con cariño, con paciencia, y aunque intento mantenerme fuerte, por dentro hay una parte de mí que sigue rota.

También volví al notario. Firmé los papeles que me acreditan legalmente como la heredera de todo lo que era de Sebastián… junto a Mateo. Ver su nombre en esos documentos me provocó un nudo en la garganta. No por el dinero, no por las propiedades… sino por lo que representaban. Fue su última voluntad. Un acto de amor y confianza, una forma de asegurarse que no nos faltara nada.

Saber que todo lo que construyó, lo dejó en nuestras manos, me conmueve y me abruma. A veces siento que no soy lo suficientemente fuerte para cargar con su legado… pero entonces miro a Mateo, a su sonrisa, a su energía, y me convenzo de que debo seguir. Por él. Por Sebastián.

Los días son más silenciosos. Las noches más frías. Pero sigo avanzando. Paso a paso.

En medio de este silencio que a veces parece querer consumirlo todo, hay una presencia constante… Diego. No ha dejado que me hunda del todo, y no ha soltado a Mateo ni un solo día. Lo recoge del colegio cuando yo no tengo fuerzas, lo lleva al parque, lo hace reír con esos chistes malos que solo a un niño podrían causarle gracia.

Y a mí… me ha acompañado en silencio. No exige, no presiona, no invade. Está. Me deja espacio cuando necesito llorar, y se sienta a mi lado cuando simplemente quiero estar en silencio. Hay algo en su mirada que me dice que también está sufriendo, no solo por Sebastián, sino por nosotros… por lo que fuimos, por lo que no llegamos a ser.

Una tarde, hace unos días, regresé a casa y los vi. Mateo dormía abrazado a él en el sofá. Diego le acariciaba el cabello con ternura, con esa mezcla de protección y amor que me hizo sentir un nudo en la garganta. Fue imposible no pensar en lo mucho que ha hecho por nosotros… en lo mucho que aún hace.

Diego ha sido una sombra firme que no se ha apartado de mi lado. Y aunque mi corazón sigue roto, en lo profundo de mí sé que su presencia ha sido una de las pocas razones por las que no me he desmoronado del todo.

A veces me pregunto si él aún me ama. A veces creo ver la respuesta en su forma de mirarme cuando cree que no me doy cuenta. Pero no estoy lista para abrir esa puerta… todavía no.

Hoy no es diferente. El cielo luce despejado, el sol se filtra entre las hojas de los árboles del jardín y el aire huele a pasto recién cortado. Me apoyo en el marco de la puerta con una taza de café entre las manos y los observo.

Mateo corre por el jardín con la risa estallándole en el pecho, esa risa libre, llena de vida, que me recuerda lo mucho que aún vale la pena respirar. Y detrás de él, va Diego, haciendo como que no puede alcanzarlo mientras le grita:

—¡Mateo, detente! ¡Eres demasiado rápido para mí!

—¡No me alcanzas, papá! —grita Mateo entre carcajadas—. ¡Soy más veloz que tú!

Y ahí está. Esa palabra que ahora le sale con naturalidad: papá. Una palabra que Diego lleva con orgullo, aunque nunca la haya exigido. Solo se ganó con tiempo, paciencia y amor.

Sonrío al verlos. La sonrisa de Mateo, tan parecida a la de Diego, me desarma. No solo por el parecido físico, sino porque, a pesar de todo lo que ha pasado, Mateo volvió a sonreír así. Y en gran parte, es por él… por Diego.

Mi corazón se aprieta un poco. Me doy cuenta de lo mucho que Diego se ha vuelto parte de nosotros sin que yo lo notara por completo. Y mientras los veo reír, siento una punzada de esperanza… tenue, pero presente.

Dejo la taza de café sobre la mesa y salgo al jardín. Cada paso que doy hacia ellos me parece más ligero, más decidido. Mis pies me llevan hacia Diego y Mateo, que siguen corriendo, con la energía desbordante de siempre.

Mateo, al verme acercar, se detiene de golpe, sonriendo con la cara completamente iluminada, como si el simple hecho de vernos juntos lo hiciera más feliz.

—¡Mami! ¡Mira, no me alcanzas! —grita, riendo a carcajadas.

Me agacho a su altura, y con una sonrisa amplia le acaricio el cabello.

—No sé, Mateo. Quizás si me esfuerzo, podré alcanzarte —digo con tono juguetón, y él empieza a correr otra vez, retándome con la mirada.

Diego, que se había detenido cuando notó mi presencia, se aproxima, con esa mirada tranquila que tanto me gusta, como si el mundo entero fuera un lugar más sencillo a su lado.

—¿Todo bien? —me pregunta, sus ojos fijos en los míos, como si intentara ver lo que hay dentro de mi alma.

—Sí, todo bien. Solo... solo quería estar aquí con ustedes —respondo, mientras observo a Mateo que corre alrededor de nosotros, disfrutando de la simpleza del momento.




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