Diego
Desde la terraza, los observaba. Clara abrazando a Román. Un gesto suave, sin pasión, pero lleno de emociones difíciles de descifrar. Me quedé inmóvil por un segundo, con Mateo en mis brazos, sintiendo cómo mi pecho se apretaba sin razón aparente.
Sabía que Román había regresado. Catalina me lo había mencionado días atrás, pero no imaginé verlo así… tan cerca de Clara, tan dispuesto a quedarse.
Mateo se removió en mis brazos, con esa energía incansable que siempre lo caracteriza.
—¿Podemos ir con mamá, papá Diego? —me preguntó con esa dulzura que siempre lograba desarmarme.
Tragué saliva. Ese “papá Diego” seguía sonando fuerte en mi alma, como un recordatorio constante del lugar que comenzaba a ocupar en su vida. Lo miré, sonreí con ternura y asentí.
—Vamos, campeón.
Caminamos hacia ellos y pude ver cómo Clara se separaba de Román justo a tiempo para vernos llegar. Sus ojos se encontraron con los míos. No había culpa, no había confusión… solo esa tristeza serena que se había instalado en ella desde la partida de Sebastián.
—Hola —dije con una voz suave mientras Mateo corría a abrazarla—. ¿Todo bien?
Ella asintió, acariciando el cabello de Mateo.
—Román quiere quedarse… quiere ayudarnos —dijo sin rodeos.
Yo miré a Román. Él me sostuvo la mirada, con firmeza, sin desafío, pero con claridad. Ambos sabíamos que la presencia del otro no sería fácil de ignorar. Pero también sabíamos que Mateo y Clara merecían estabilidad… y amor. De cualquier forma que llegara.
—Entonces —dije finalmente—, más que nunca, todos debemos estar unidos.
Román asintió en silencio. Y en ese instante, mientras el atardecer caía sobre el jardín, sentí que las piezas comenzaban, lentamente, a encajar.
El sol comenzaba a caer, tiñendo el cielo de tonos anaranjados mientras Clara entraba a la casa con Mateo de la mano. Román se quedó afuera, y yo, sin pensarlo demasiado, me acerqué a él. A pesar de todo, alguna vez fuimos amigos… y hoy, la vida nos volvía a poner cara a cara.
—¿Podemos hablar? —le pregunté con la voz firme pero tranquila.
Román asintió. Nos sentamos en una de las bancas del jardín, en silencio por un momento. La brisa era suave, pero el ambiente cargado de cosas no dichas.
—¿Por qué ahora, Román? —pregunté al fin, sin rodeos—. ¿Por qué volviste justo después de que Sebastián murió?
Román soltó un suspiro largo, apoyando los codos en las rodillas.
—Porque fui cobarde, Diego —respondió sin evasivas—. Tú sabes mejor que nadie lo que fue Clara en su momento. Desde que era tu novia… yo la miraba con otros ojos. Nunca quise sentirlo, pero lo hice.
Me tensé, recordando aquellos años en los que Clara era parte de mi vida. Años en los que Román y yo compartíamos más que amistades, compartíamos sueños.
—Y cuando regresé un año después… —continuó Román con la mirada fija en el suelo— descubrí que Clara y mi hermano se iban a casar. Y no pude quedarme. No pude verlos juntos. No podía soportarlo.
—Pero lo hiciste… te alejaste de ellos en lugar de apoyarlos —dije con cierta dureza, sin poder evitarlo.
Román asintió con una sonrisa amarga.
—Lo sé. Fui un mal hermano. Un mal amigo. Por eso estoy aquí ahora, Diego. No para sustituir a Sebastián ni para robarte a Clara. Solo quiero estar cerca. De ella. De Mateo. Cuidarlos como él lo hubiera querido. No tengo otra intención.
Lo observé en silencio, intentando leer más allá de sus palabras. Tal vez decía la verdad. Tal vez no. Pero si algo había aprendido de la muerte de Sebastián, era que no se puede controlar todo… solo intentar hacer lo mejor con lo que queda.
—Por el bien de Clara y de Mateo —dije al fin— espero que tus intenciones sean sinceras. Porque si no lo son, seré yo quien te pida que te vayas.
Román me miró a los ojos, sin rastro de miedo.
—Lo entiendo. Y lo merezco. Pero esta vez… no me voy a ir.
Román permanecía en silencio, como si lo que acababa de decirle no hubiese sido suficiente. Me miraba con esa expresión que mezclaba culpa con una extraña necesidad de redención. El aire seguía siendo pesado entre nosotros, cargado de recuerdos que dolían.
—Diego —dijo finalmente, con voz baja, casi temerosa—. ¿Tú… aún la amas?
La pregunta me cayó como un golpe seco. Lo miré de frente, sin máscara, sin defensa. Porque con él no valía la pena mentir.
—Sí —respondí sin titubear—. La sigo amando, Román. Con toda mi alma.
Él desvió la mirada, como si no pudiera soportar la respuesta. Pero yo ya no tenía nada que ocultar.
—Me lo reprocho cada maldita noche, ¿sabes? —continué, con la voz más áspera de lo que esperaba—. El haber hecho esa apuesta… el haber jugado con ella. Fue lo peor que hice en mi vida. Me cuesta mirarme al espejo sin odiarme por ello.
Román no respondió de inmediato. Parecía luchar contra sus propios pensamientos, como si lo que escuchaba le doliera más de lo que había anticipado.
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Editado: 21.05.2025