Clara
Desperté con el primer rayo de sol filtrándose por la ventana. Sentí el peso de un brazo rodeándome suavemente, su calor, su respiración tranquila contra mi cuello. No necesitaba girarme para saber que era Diego. Lo supe desde anoche, desde el momento en que nuestras miradas se cruzaron y no tuvimos que decir nada más.
Por un instante, me permití quedarme ahí. Cerrar los ojos, fingir que todo estaba bien, que Sebastián no se había ido, que esta no era mi vida… que simplemente éramos Diego, yo y la historia que nunca supimos cómo terminar.
Pero la realidad regresó como una ola helada, y mi pecho se apretó. Me giré con cuidado, lo observé dormido, tan tranquilo, tan cercano… y sentí una punzada de culpa mezclada con un extraño consuelo. ¿Qué significaba todo esto? ¿Era un error? ¿O era lo que siempre debió haber sido?
Me levanté despacio, cubriéndome con la sábana, y caminé al baño. Cerré la puerta con suavidad y me miré en el espejo. Mi reflejo era el de una mujer rota en pedazos, tratando de unirlos con hilos invisibles hechos de recuerdos, pérdidas y amor no resuelto.
Anoche fue… algo que no puedo explicar. No fue solo deseo, fue necesidad. Fue el alma buscando un refugio en medio de la tormenta. Lo sentí en cada caricia, en cada suspiro, en cómo me sostuvo, como si con eso pudiera quitarme un poco del dolor.
No sé qué va a pasar ahora. No sé si puedo volver a amar. No sé si Diego aún guarda heridas que jamás le dejé cerrar. Lo único que sé es que, por primera vez en mucho tiempo, no me sentí sola.
Suspiré hondo y me vestí lentamente. Cuando salí del baño, Diego ya estaba sentado en la cama, con el torso descubierto y esa mirada suya, intensa, fija en mí.
—¿Estás bien? —preguntó con voz baja, ronca.
Asentí, sin saber cómo responder realmente.
—Clara… —se levantó y se acercó, tomando mis manos—. Lo de anoche no fue un error.
Lo miré a los ojos, y por un segundo me dieron ganas de creerle.
—Solo no me pidas respuestas ahora, Diego. Aún estoy tratando de entender cómo respirar sin Sebastián.
Él asintió, sin soltar mis manos.
—Entonces solo déjame estar cerca —dijo—. Sin prisa, sin presiones. Por ti… por Mateo… por lo que aún puede sanar.
Me aferré a esas palabras.
Y aunque aún dolía, su abrazo fue lo más cerca que estuve de sentirme viva otra vez.
Bajé las escaleras con pasos lentos, aún con la piel sensible por todo lo que la noche anterior había despertado en mí. Diego venía detrás, en silencio, como si supiera que mi mente estaba revuelta, buscando respuestas entre el pasado y el presente.
Al llegar a la cocina, lo primero que vi fue a Román sentado en la barra, con Mateo sobre sus piernas, revolviendo un tazón de mezcla para panqueques. Ambos reían. Era una escena tan cálida, tan familiar, que por un instante sentí que el mundo se detenía.
—¡Mami! —gritó Mateo al verme, bajando de las piernas de Román y corriendo a abrazarme—. ¡Vamos a hacer panqueques con chocolate!
—¿Con mucho chocolate? —le sonreí, acariciando su cabecita.
—¡Muchísimo! —respondió emocionado.
—Buenos días —dijo Román, mirándome con suavidad—. Mateo se despertó temprano y quiso cocinar.
—Gracias por estar con él —le respondí sinceramente, sabiendo que, aunque su presencia era aún nueva, había en sus ojos algo real. Un deseo genuino de cuidar.
Diego se acercó en silencio y se sentó al otro lado de la mesa, saludando con una mirada tranquila. No era necesario hablar mucho. Todo estaba dicho en los silencios.
Me serví una taza de café, y mientras observaba a los dos hombres tan diferentes frente a mí, sentí que algo se apretaba dentro de mi pecho. Román había sido un apoyo inesperado, silencioso, leal. Diego… Diego era la historia inconclusa, el amor que nunca dejé de sentir, aunque hubiera tratado de enterrarlo bajo el rencor.
Sí. Lo sigo amando.
Lo supe en su abrazo, en su forma de sostenerme anoche, en cómo me mira cuando cree que no lo veo. Lo sigo amando con esa parte de mí que nunca sanó del todo. Pero no sé cómo perdonarlo. No sé cómo olvidar aquella herida que cambió todo.
Y mientras Mateo reía y esparcía harina en la cocina, yo solo podía pensar en eso: ¿cómo se aprende a perdonar al hombre que rompió tu alma… y que ahora parece querer recomponerla, pedazo por pedazo?
El desayuno fue una mezcla de risas, harina en el aire y olor a chocolate. Román y Mateo habían hecho un desastre delicioso, y aunque traté de mantener el orden, terminé rendida ante las travesuras de mi hijo y su risa contagiosa. Diego ayudó a recoger los platos, y durante un momento nos vimos como una familia… aunque la realidad fuera mucho más compleja.
—Me voy a la empresa —dijo Diego, alzando las llaves del auto—. Tengo algunas reuniones, pero si necesitan algo, llámame.
Asentí y lo acompañé hasta la puerta. Antes de salir, me dedicó una mirada intensa, de esas que atraviesan el alma. No dijo nada más, pero su silencio lo dijo todo. Cerré la puerta con el corazón latiendo de forma extraña.
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Editado: 21.05.2025