Corazones En Juego

Capitulo 15

Diego

Días después

Pasaron solo unos días desde aquella conversación con Clara, pero para mí, fueron suficientes para decidir que no podía seguir arrastrando el pasado como si no tuviera peso. Le debía mucho. Le debía todo. Y aunque me había quedado a su lado como una promesa muda, sentía que aún no había hecho lo que realmente debía: mirarla a los ojos y pedirle perdón. No solo por lo reciente, sino por aquella herida que le causé hace cinco malditos años.

Por eso, preparé algo. Algo pequeño, íntimo… pero sincero.

Llamé a Roman para que se quedara con Mateo esa tarde. No hizo muchas preguntas, solo asintió con una mirada comprensiva. Clara, por su parte, estaba confundida cuando la llevé hasta el jardín trasero de su casa, donde la brisa suave de la tarde movía las cortinas blancas de la carpa que había montado.

Había luces tenues colgadas entre los árboles, una mesa con su flor favorita —peonías blancas—, y un reproductor con música instrumental de fondo. Nada extravagante. Solo algo que gritaba "lo hice pensando en ti".

—¿Qué es esto, Diego? —preguntó con una media sonrisa, dudando entre sentirse halagada o nerviosa.

—Un espacio para ti. Para nosotros. Pero, sobre todo… para decirte lo que debí decirte hace años.

Ella se quedó en silencio, sus ojos grandes fijos en los míos. Le ofrecí mi mano. Dudó un segundo… pero la tomó.

Nos sentamos frente a frente. Respiré hondo.

—Clara… —empecé, sintiendo que la voz me temblaba más de lo que imaginé—. Hace cinco años fui un imbécil. No tengo otra palabra para describirme. Te hice sentir amada cuando todo comenzó con una maldita apuesta. Y aunque lo que sentí por ti después fue real —mi voz se quebró un poco—, lo sé… no cambia el hecho de que jugué con tus sentimientos. Que te rompí. Y nunca, nunca me lo perdoné.

Ella bajó la mirada, en silencio.

—Quiero que me mires, por favor —le pedí, y cuando alzó los ojos, vi el dolor que aún seguía ahí, escondido en lo profundo—. No estoy pidiendo que me perdones hoy. Solo quiero que sepas que reconozco cada herida que te hice. Que me avergüenzo. Que pagaría lo que fuera por borrar ese daño. Pero no puedo… así que solo me queda una cosa: vivir cada día intentando sanar lo que rompí.

Tomé una pequeña caja de terciopelo que tenía guardada en el bolsillo y la puse sobre la mesa, sin abrirla.

—No es un anillo. No te asustes —dije con una sonrisa suave—. Es solo un dije. Una luna, como las que solías dibujar cuando te escapabas a escribir en tu cuaderno. Y dentro, grabé las palabras que me repito cada noche: "Nunca más juego. Solo amor."

Clara se quedó en silencio. Sus dedos tocaron la caja, pero no la abrió aún. Tenía los ojos brillosos, como si contuviera algo que no sabía si debía soltar.

—Diego… —dijo apenas—. No sabes cuánto he esperado oír eso.

Y en ese momento, supe que, aunque el perdón no llegara esa noche, al menos había dado el primer paso. Y esa era la forma más pura de volver a empezar.

La vi sostener la cajita entre sus dedos, tan delicada como siempre, tan fuerte a pesar de todo. Su mirada estaba fija en el pequeño dije, pero yo la miraba solo a ella. No había nada más en el mundo que me importara en ese instante.

—Clara… —susurré, inclinándome ligeramente hacia ella—, gracias por escucharme.

No me detuve a pensar más. Me acerqué, lento, dándole espacio para retroceder si quería… pero no lo hizo. Solo alzó los ojos hacia los míos, y su respiración se aceleró un poco. Mis labios encontraron los suyos en un beso suave, lleno de emoción contenida. No había prisa, ni pasión descontrolada. Solo verdad. Solo un anhelo de sanar. De redención.

Sus dedos temblaron cuando rozaron mi mejilla, y al separarnos, su voz me acarició como un suspiro.

—No más corazones en juego, Diego.

Mi pecho se encogió. Asentí con fuerza, tomándole la mano con firmeza.

—Nunca más, Clara. El mío… solo te pertenece a ti.
—Y el mío —susurró ella, mirando nuestras manos entrelazadas—, ya no sabe cómo no amarte. Solo no quiero más heridas.

—Entonces empecemos de nuevo —le dije—. A nuestro ritmo. Sin promesas vacías, sin pasados que nos arrastren.

Nos quedamos así unos minutos, en silencio. La noche caía suave, y entre las luces colgantes, su rostro brillaba con una belleza tranquila… como si por fin, aunque fuera solo un poco, se permitiera creer en un nuevo comienzo.

—Te amo, Clara —le dije sin vacilar, sin esconderme, sin reservas. Mis ojos estaban clavados en los suyos, y sentí que todo mi mundo se sostenía en su siguiente aliento.

Ella se quedó en silencio por un momento, con esa mirada que parecía capaz de leer cada rincón de mi alma. Entonces, sus labios se curvaron con ternura, y sus ojos brillaron con una emoción que me erizó la piel.

—Yo también te amo, Diego. Siempre te he amado… incluso cuando quise odiarte.

No dije nada. No podía. Las palabras se me atascaron en la garganta. Solo me acerqué de nuevo y la besé. Un beso profundo, lleno de todo lo que habíamos callado durante años, de todas las veces que soñé con tenerla de nuevo así, tan cerca, tan mía.




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