Clara
Tres meses después
El sonido de los tacones sobre el mármol del edificio retumbó con firmeza. Era el mismo camino que recorría hace años, pero hoy todo se sentía distinto. Más ligero. Más pleno.
Volver a mi oficina después de tanto tiempo tenía un sabor dulce. No porque hubiera olvidado el dolor… sino porque había aprendido a vivir con él. A transformarlo.
Estaba feliz. Realmente feliz.
Afuera, el cielo estaba despejado y el sol entraba a raudales por los ventanales. Mis compañeras me habían recibido con abrazos cálidos y sonrisas sinceras, y yo me sentía más fuerte que nunca.
Tres meses atrás me sentía rota, con miedo, con una culpa que no me dejaba respirar. Pero Diego… Diego había sabido estar. No con promesas vacías ni palabras forzadas, sino con presencia, con amor real, con cada gesto que sanaba una herida.
Y Mateo… mi pequeño. Cada vez que lo veía correr hacia Diego con los brazos abiertos gritando “¡Papá!”, una parte de mi corazón se acomodaba en su sitio.
Hoy al salir de casa, Diego me había besado la frente mientras yo me abrochaba el abrigo.
—Te espero a la salida —me dijo sonriendo—. Mateo tiene algo para ti.
—¿Una sorpresa? —pregunté divertida.
—Algo mejor —me guiñó el ojo—. Un dibujo de mamá superhéroe con capa.
Reí. Porque ahora reía con facilidad. Porque mi alma ya no pesaba como antes.
Sí, Sebastián siempre sería una parte inmensa de mi historia, de mi corazón. Pero ahora estaba construyendo algo hermoso, con quien siempre había estado dispuesto a esperarme.
Con Diego.
Estaba revisando unos planos cuando escuché el suave golpeteo en la puerta de vidrio. Levanté la vista y ahí estaba Diego, apoyado en el marco con esa sonrisa que todavía me hacía temblar un poco por dentro.
—¿Molesto a la arquitecta estrella? —preguntó con voz baja, cerrando la puerta tras de sí.
—Siempre —respondí con una sonrisa cansada pero sincera, apoyando el bolígrafo sobre la mesa—. Pero me encanta que lo hagas.
Caminó hacia mí, dejando una carpeta color grafito sobre el escritorio.
—Aquí tienes las actualizaciones del proyecto de Monterrey. Hay unos cambios en la fachada que creo que deberías revisar. Tu equipo hizo un gran trabajo.
—Gracias —murmuré, abriendo la carpeta, aunque mis ojos no estaban en los documentos… estaban en él.
Antes de que pudiera decir algo más, Diego se inclinó y me besó. Un beso cálido, firme, que se sintió como una pausa en el caos del día.
—Te extrañé esta mañana —dijo contra mis labios—. Aunque fue solo por unas horas.
—Yo también —le respondí con una sonrisa suave, acariciando el borde de su camisa—. Esto se sigue sintiendo como un sueño a veces.
—Pues acostúmbrate —bromeó mientras me acariciaba el rostro—. Porque pienso seguir irrumpiendo en tu oficina por muchos años más.
Ambos reímos, y por un momento, el mundo fuera de esas paredes dejó de existir. Solo estábamos él y yo. Justo donde queríamos estar.
Diego se quedó unos segundos mirándome en silencio, como si intentara guardar cada detalle de mi rostro en su memoria. Luego, con esa suavidad que había aprendido a amar de él, me tomó una mano entre las suyas.
—Clara… te amo —susurró, sin adornos ni titubeos—. No hay un solo día en el que no me despierte agradecido por tenerte de nuevo en mi vida. Tú y Mateo lo son todo para mí.
Sentí cómo mi pecho se apretaba, pero esta vez no por dolor, sino por esa felicidad plena que aún me costaba creer merecía.
—Yo también te amo, Diego —respondí con voz baja, pero firme, con una sonrisa que salía desde lo más profundo de mi alma—. Más de lo que las palabras pueden decir.
Él acarició mi mejilla con el dorso de los dedos y luego miró su reloj.
—Y hablando del amor de nuestras vidas… —dijo con una sonrisa traviesa—. Ya es hora de ir a recoger a Mateo a la escuela.
Reí suavemente y cerré la carpeta con los planos.
—Vamos por nuestro niño —dije poniéndome de pie—. Seguro ya está contando los minutos para vernos.
Diego entrelazó sus dedos con los míos mientras salíamos de la oficina. El sol de la tarde comenzaba a colarse por las ventanas, y con cada paso que dábamos, sentía que la vida volvía a estar en su lugar. Completa. En paz.
El trayecto hacia la escuela estuvo lleno de conversaciones suaves y risas. Diego llevaba su mano sobre la mía mientras conducía, y de vez en cuando me miraba de reojo, como si aún no pudiera creer que esto —nosotros— fuera real otra vez.
Al llegar, Mateo salió corriendo al vernos, su mochila rebotando a la espalda y el cabello revuelto por el juego.
—¡Mami! ¡Papi! —gritó con esa alegría genuina que solo los niños saben expresar.
Me agaché para recibirlo y él se lanzó a mis brazos. Diego se unió al abrazo y, por un instante, los tres fuimos un solo corazón latiendo al mismo ritmo.
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Editado: 23.06.2025