Diego
El sol apenas se colaba por las cortinas de la habitación, filtrando una luz dorada y cálida que acariciaba con suavidad nuestros rostros. Abrí los ojos lentamente, sintiendo el peso dulce y cálido de la mañana, y lo primero que vi fue a Clara… su rostro sereno, su respiración acompasada, sus cabellos desordenados cayendo sobre la almohada. Dormía plácidamente con su cuerpo ligeramente girado hacia mí. Mi brazo la rodeaba con delicadeza, como si aún temiera que si la soltaba, desaparecería.
Y ahí, en medio de los dos, estaba Mateo. Nuestro pequeño terremoto, ahora convertido en el pegamento que une nuestras almas. Dormía profundamente, con las sábanas hasta la barbilla y una pierna cruzada encima de mi cadera como si necesitara aferrarse a nosotros incluso en sueños. Tenía la misma expresión de paz que Clara. La misma sonrisa leve que tanto amo en ambos.
Un año…
Un año había pasado desde que Clara volvió a mi vida y me permitió volver a formar parte de la suya. Desde que me miró con los ojos llenos de heridas pero aún con una chispa de esperanza. Desde que me perdonó. Desde que me dejó mostrarle que aún la amaba con toda el alma… y que jamás había dejado de hacerlo.
Las cosas habían cambiado tanto.
Antes vivía con un vacío constante, con el peso de la culpa por aquella maldita apuesta que me alejó de ella. Por haberle roto el corazón. Pero ahora… ahora todo era distinto. Clara era mi compañera, mi amor, mi todo. Mateo era mi hijo, mi cómplice, mi orgullo. Ya no era solo un hombre reconstruyendo su vida, era un hombre que había encontrado el verdadero sentido de ella.
Los domingos como este eran mi felicidad simple y perfecta. Despertar con ellos, desayunar en pijamas, correr por el jardín, mirar películas con palomitas y almohadas en el suelo, escuchar a Clara reír cuando Mateo intentaba contarle sus historias imposibles, verla trabajar desde casa mientras yo fingía no observarla con admiración…
La amo.
La amo con una intensidad que a veces me abruma. Y ya no quiero esperar más.
Me moví un poco con cuidado, sin despertarlos. Clara suspiró y se acurrucó aún más cerca de mí. Besé su frente con delicadeza. Sentí cómo su calor me envolvía, cómo su existencia se había convertido en el centro de la mía. Miré a Mateo, su manita descansando sobre mi pecho, y supe con absoluta certeza lo que quería hacer.
Voy a pedirle que se case conmigo.
Porque no quiero que pase un solo amanecer sin que ella sepa que es mi hogar, mi destino.
Quiero que lleve mi nombre si así lo desea, o que mantenga el suyo si lo prefiere, porque lo que importa es lo que somos juntos.
He elegido el anillo con cuidado, con amor. Lo tengo guardado en mi estudio, escondido en la caja de madera donde guardo todo lo valioso. No es solo un anillo. Es una promesa. De amor, de respeto, de fidelidad. De construir un futuro sin olvidar el pasado, pero sin dejar que ese pasado nos detenga.
Miro a Clara otra vez, y no puedo evitar sonreír.
No necesito una gran ceremonia, no necesito fuegos artificiales ni discursos. Solo necesito que me diga que sí. Que siga eligiéndome como lo hace cada día. Que nos casemos para sellar lo que ya vivimos desde hace un año: una vida juntos, con Mateo como el mejor testigo de nuestro amor.
Sí. Hoy empiezo a planearlo. Hoy comienza el siguiente paso de nuestra historia. Porque sé que, esta vez, nuestro final feliz no es una ilusión. Es real.
Y está justo aquí, durmiendo a mi lado.
Apenas terminaba de repasar en mi mente todos esos pensamientos —ese torbellino de amor, gratitud y decisiones— cuando sentí que Mateo se movía. Su pequeña mano se apretó suavemente contra mi pecho, y luego escuché ese sonido inconfundible que hacía cada vez que despertaba: un medio suspiro, medio quejido, con un leve “hmmm” que siempre provocaba una sonrisa en mí.
Abrió los ojos lentamente, pestañeando con pesadez. Se talló los ojitos con las manitas y luego me miró, esa mirada que siempre me hace sentir el hombre más afortunado del mundo.
—¿Papá? —dijo, con voz ronca y bajita, mientras se incorporaba un poco—. ¿Ya es de día?
Sonreí y asentí.
—Ya es de día, campeón.
Mateo miró hacia su otro lado y luego se acurrucó en el pecho de Clara, que aún dormía, aunque ya comenzaba a agitarse con movimientos suaves, como si percibiera la presencia despierta de nuestro hijo.
—Mamá —susurró Mateo, dándole un beso en la mejilla—. Despierta, ya salió el sol.
Y entonces ella abrió los ojos.
Fue un momento tan simple, pero tan lleno de significado. Su mirada aún somnolienta se encontró primero con la de Mateo, y luego con la mía. Sonrió. Esa sonrisa que sólo Clara tiene, esa mezcla de dulzura, de fuerza, de paz. Una sonrisa que siempre me devuelve a casa.
—Buenos días —murmuró, su voz baja y cálida—. ¿Ya están despiertos mis hombres?
—Desde hace un ratito —respondí, acariciando su mejilla—. Te veías tan tranquila que no quisimos despertarte.
Clara estiró el brazo y atrajo a Mateo con suavidad hacia ella, abrazándolo y dándole un beso en la cabeza.
—Mmm... aún huele a bebé —bromeó, con los ojos cerrados, mientras Mateo reía.
—¡No soy un bebé, mamá! Ya tengo cinco.
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Editado: 23.06.2025