Clara
Salí del baño con una toalla enredada en mi cabello y otra ajustada a mi cuerpo, sintiendo aún las manos de Diego en mi piel y su risa resonando en mis oídos. Había algo en la forma en la que me miraba, incluso después de tanto tiempo, que me hacía sentir única… amada.
Mientras caminaba hacia el armario para buscar ropa, lo vi a través del espejo. Estaba secándose el cabello con una toalla, sonriente, con ese aire de tranquilidad que había traído a mi vida desde que volvió. Y no pude evitar sonreír. ¿Cuántas veces soñé con esto? Con esta paz, con esta familia, con esta cotidianeidad que por años creí imposible.
Me puse unos jeans claros y una blusa de algodón blanca, cómoda, y fui a revisar cómo iba Mateo. Lo encontré frente al espejo de su cuarto, con el cabello mojado, intentando peinarse solo.
—Mami, ¿me peinas? —me dijo con su vocecita dulce.
—Claro, mi amor. Ven acá.
Se sentó en la silla y mientras le pasaba el cepillo suavemente por su cabello oscuro, no pude evitar mirarlo con ternura. Era tan parecido a Diego, no solo en lo físico, sino en sus gestos, en la forma de mirar, incluso en esa sonrisa que curaba cualquier herida.
—¿Vamos al parque hoy? —preguntó, mirándome por el espejo.
—Sí, ya casi estamos listos —respondí con una sonrisa.
En ese momento, Diego apareció en la puerta con una camiseta gris y jeans oscuros, descalzo y con una mirada que decía todo. Me miró a mí, luego a Mateo, y sonrió.
—Listos los dos más guapos de la casa —dijo.
—Y tú, el que más se tarda —le respondí divertida.
Mateo soltó una carcajada, y luego salió corriendo hacia nuestra habitación.
Me acerqué a Diego y lo abracé por la cintura, apoyando mi frente en su pecho. Sentí cómo su mano acariciaba mi espalda, despacio.
—¿Sabes una cosa? —le dije.
—Dime.
—A veces, me despierto y pienso que esto es un sueño. Pero luego veo a Mateo, te veo a ti… y me doy cuenta de que después de tanto dolor, encontré algo que nunca imaginé que merecía: paz. Amor. Una familia.
Él me besó la frente con ternura.
—Y yo agradezco cada día por esta segunda oportunidad. Porque no hay un lugar en el mundo donde prefiera estar que contigo… con ustedes.
Lo miré, y de pronto, todo el miedo, toda la confusión que alguna vez tuve, comenzó a desvanecerse. Porque lo amaba. Lo había amado siempre. Incluso cuando intenté negarlo.
Mateo asomó la cabeza por la puerta.
—¡Vamos ya, papás! ¡El parque nos espera!
Diego y yo nos miramos y reímos. Y en ese instante supe… lo que teníamos era real, profundo, imperfecto pero sincero.
Y yo… ya no le tenía miedo al amor.
El sol brillaba con calidez esa mañana mientras íbamos en el auto. Mateo iba en el asiento trasero, cantando una canción inventada sobre dinosaurios y helado, con la inocencia que solo él podía tener. Yo iba de copiloto, con una sonrisa constante, y la mano de Diego entrelazada con la mía.
—¿Y qué haremos en el parque hoy? —pregunté mientras lo miraba de reojo.
—Ya verás —dijo él, con esa sonrisa traviesa que siempre significaba algo.
Mateo soltó una risa exageradamente sospechosa desde atrás.
—¡Nada es lo que parece, mamá!
—¿Ah, no? —pregunté, divertida—. ¿Me están ocultando algo los dos?
—Yo no diría ocultar… diría sorprender —dijo Diego, acariciando el dorso de mi mano con el pulgar.
Seguimos conversando de cosas simples. De cómo Mateo había pintado un sol azul en clase porque, según él, ese día se sentía "diferente", o de cómo Diego se había olvidado las llaves la semana pasada y había tenido que entrar por la ventana del estudio.
Todo era tan cotidiano, tan natural… que por un instante, mi mente se quedó anclada al recuerdo de lo mucho que habíamos cambiado, sanado, crecido.
Pero todo dio un giro inesperado cuando el auto tomó otra ruta.
—Espera… esta no es la calle del parque —dije, frunciendo el ceño.
Mateo volvió a reírse.
—¡Ya llegamos! —gritó emocionado.
El auto se detuvo frente a un jardín privado enorme, adornado con faroles colgantes, pétalos blancos esparcidos por el césped y una estructura de madera decorada con flores lilas, mis favoritas. Me quedé en silencio, con la boca entreabierta, mientras bajaba lentamente del coche.
Mis ojos se llenaron de asombro… y de emoción.
—¿Qué…? —musité sin poder continuar.
Mateo corrió hacia la entrada del jardín y me gritó:
—¡Fue idea de papá! ¡Dijo que era hora de hacer algo MUY importante!
Volteé hacia Diego, quien ya estaba a mi lado. Llevaba una camisa blanca y jeans, sencillo, pero sus ojos brillaban con una mezcla de nervios y amor tan grande que me estremeció.
—Clara… —dijo, tomando mis manos—. No vinimos al parque. No hoy.
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Editado: 23.06.2025