El otoño comenzaba a pintar los árboles de tonos dorados y rojizos. Las hojas crujían bajo nuestros pasos por las mañanas y el aire olía a café caliente, a hogar. Las semanas pasaron tan rápido que, por momentos, me sorprendía al mirar el calendario y darme cuenta de cuánto habíamos construido en tan poco tiempo.
Mi rutina había cambiado, pero no me pesaba. Despertaba con los besos de Diego y los abrazos tibios de Mateo, corría con entusiasmo entre diseños, planos y llamadas, y regresaba a casa con el corazón lleno sabiendo que me esperaban.
Ese sábado por la mañana, mientras me encontraba sentada frente a mi escritorio revisando algunos bocetos, sentí cómo la luz del sol acariciaba mis mejillas. La ventana estaba entreabierta y una suave brisa me recordó que la vida —aun con sus giros inesperados— puede ser absolutamente hermosa.
—Mamá… —escuché la vocecita de Mateo detrás de mí.
Me giré y lo vi parado en la puerta, despeinado, con su pijama de dinosaurios y los ojos brillando.
—¿Puedo ayudarte con tus dibujos?
Sonreí y lo llamé con un gesto.
—Claro que sí, ven aquí, pequeño arquitecto.
Se sentó en mis piernas y comenzamos a hablar de colores, formas y estructuras, mientras él hacía garabatos en un papel al lado de mis bocetos serios. Cada vez que lo escuchaba hablar con tanta emoción sobre “su futuro parque de diversiones” o “la casa del árbol con heladería incluida”, sentía que algo dentro de mí se acomodaba. Como si todo, finalmente, estuviera en su lugar.
Poco después, Diego entró a la oficina con tres tazas en la mano.
—Café para la jefa, leche tibia para el mini arquitecto, y para mí… amor infinito —dijo riendo, dejándose caer en el sofá.
—¿Eso venía en taza o en combo? —le respondí con una ceja levantada y la sonrisa bailando en mis labios.
—Contigo, siempre es combo.
Mateo hizo una mueca y se tapó los ojos.
—¡Ya están con sus cosas de enamorados otra vez!
Reímos los tres. Porque ahora reír era fácil. Porque después de tanto dolor, de tantas noches sin dormir, de tanta culpa, la vida me estaba dando una nueva oportunidad. Y yo la estaba abrazando con fuerza.
A veces, cuando me quedaba sola por unos minutos, me preguntaba si Sebastián me estaría viendo. Y en el fondo, sentía que sí. Que estaba en paz. Que sabía que amaba a Diego, que nunca lo había dejado de amar, incluso cuando me hería pensarlo. Que ahora lo entendía todo mejor: el amor no siempre llega como uno espera, pero cuando lo hace de verdad, lo transforma todo.
Diego se acercó, me besó la frente y me susurró:
—Hoy quiero llevarlos a un lugar especial.
Lo miré, curiosa, pero él solo me guiñó el ojo y dijo:
—Confía en mí.
Y así lo hice. Como todas las mañanas desde que volvió. Como cada vez que me toma de la mano. Como cada día que despierto y veo que la vida, finalmente, decidió darnos una nueva historia. Juntos.
Y esta vez, no la pienso soltar.
Diego siempre tenía esa sonrisa misteriosa cuando planeaba algo. Ya lo conocía bien, y sabía que cuando decía “lugar especial”, no era una salida cualquiera. Sin hacer más preguntas, me levanté del escritorio y tomé a Mateo de la mano. Nos preparamos en poco tiempo y salimos con la ilusión flotando en el aire.
Durante el trayecto, Mateo no dejaba de sonreír con ese brillo travieso en los ojos, el mismo que tenía Diego cuando estaba tramando algo.
—¿Tú también estás en esto, pequeño cómplice? —le pregunté con una ceja levantada.
Mateo se llevó un dedo a los labios, fingiendo silencio, y susurró:
—Es una sorpresa secreta… pero sé que te va a encantar, mami.
Diego soltó una risa suave desde el asiento del conductor. Me giré para mirarlo. Sus ojos estaban puestos en la carretera, pero podía ver el amor desbordando en cada gesto suyo. Me di cuenta de que en las últimas semanas había dejado de sentir miedo. De amar, de volver a confiar, de pensar en un futuro.
Llegamos a un pequeño terreno a las afueras de la ciudad. Al principio no entendí por qué estábamos ahí. Pero al bajarme del auto, lo vi. Diego había hecho instalar una gran lona blanca con planos impresos, bocetos detallados, y una maqueta en el centro de una mesa.
Me quedé sin palabras.
—Este… este es… —murmuré, acercándome con los ojos llenos de asombro.
—Nuestro proyecto —dijo Diego detrás de mí, rodeándome por la cintura—. Un lugar para construir nuestra casa… desde cero. Diseñada por ti. Planeada por los tres. Un espacio donde todo lo que hemos vivido se transforme en cimientos, en paredes firmes y en ventanas abiertas al futuro.
Mateo aplaudió emocionado.
—¡Tendrá mi cuarto con una estrella en la puerta!
Sentí cómo las lágrimas me subían sin permiso. Me volví lentamente y vi a Diego, mirándome con ternura.
—Quiero que hagamos esto juntos. Que este sea el inicio de todo lo que merecemos. Tú, Mateo, yo… nuestra familia. Quiero que seas feliz, Clara. Y si me dejas, quiero que construyamos todo eso… a tu lado.
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Editado: 23.06.2025