Corazones En Juego

Capítulo 20

Diego

Las manos me sudaban, algo que no me había pasado ni siquiera en las reuniones más importantes de la empresa. Había lidiado con contratos millonarios, decisiones de último minuto, hasta con crisis mediáticas… pero ninguna de esas cosas me hacía temblar como lo estaba haciendo ahora.

Frente a mí, el altar decorado con flores blancas y lavanda parecía sacado de un sueño. Todo estaba impecable, cada silla ocupada por un rostro querido, cada detalle planificado con amor. Y aún así… mi pecho sentía un peso extraño.

—¿Y si ya se arrepintió? —murmuró Marco a mi lado, con una media sonrisa, intentando molestarme como siempre lo hacía.

Lo miré de reojo, tratando de no perder la compostura.

—No bromees con eso —le advertí, aunque en el fondo ese pensamiento también me estaba carcomiendo.

¿Qué tal si había cambiado de opinión al último minuto? ¿Y si después de todo lo que habíamos pasado… el miedo la había alcanzado?

Cerré los ojos por un instante, respirando hondo, intentando calmar mi ansiedad. No podía perderla… no ahora que por fin la tenía de verdad, que la risa de Mateo llenaba nuestra casa, que Clara dormía cada noche en mis brazos y me regalaba una paz que jamás había conocido.

Justo cuando la duda me atravesaba con más fuerza, escuché unos pasitos corriendo… y la voz de Mateo interrumpió todos los pensamientos oscuros que me rodeaban.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Ahí viene mi mami! ¡Está hermosa como una princesa!

Abrí los ojos de golpe y lo vi llegar agitado, con una sonrisa que le iluminaba el rostro.

Mi corazón dio un vuelco.

La música empezó a sonar.

Me giré, y entonces la vi.

Clara.

Radiante, envuelta en luz, caminando lentamente hacia mí del brazo de su padre. El vestido se movía con gracia, como si flotara. Su mirada estaba fija en mí, y sus labios formaban una pequeña sonrisa que me desarmó por completo.

Las palabras de Marco ya no importaban. Las dudas se evaporaron.

Ella venía hacia mí.

Y con cada paso, mi corazón repetía una sola verdad:

Ella es el amor de mi vida.

Clara se acercaba paso a paso, y con cada uno de ellos, el mundo alrededor parecía desdibujarse. Solo existía ella. Su rostro, sereno y lleno de luz, estaba ligeramente cubierto por un delicado velo. El sol acariciaba su piel, y el aire parecía detenerse mientras avanzaba del brazo de su padre.

Cuando llegó frente a mí, sentí que el pecho se me comprimía.

Su padre la miró con ternura y luego a mí con esa mezcla entre respeto y advertencia que solo un padre puede tener.

—Diego —dijo, tomándome por el hombro con firmeza—. Te entrego lo más valioso que tengo… mi hija. Protégela, cuídala, respétala. No solo en los buenos días, sino especialmente en los difíciles. Ella merece todo el amor del mundo, y sé que tú eres el hombre que puede dárselo.

Asentí con los ojos húmedos, tragando el nudo en mi garganta.

—Se lo prometo. Con toda mi alma.

Él le dio un beso en la frente a Clara y colocó suavemente su mano en la mía, cediéndome el lugar junto a ella. Clara me miró, sonrió con los ojos vidriosos, y en ese momento, todo se volvió perfecto.

El oficiante sonrió al vernos juntos y dio inicio a la ceremonia.

—Queridos amigos y familiares, hoy estamos reunidos para celebrar el amor de Clara y Diego. Un amor que ha vencido el tiempo, el dolor, y los errores. Un amor que ha sabido perdonar, sanar y renacer más fuerte.

Tomé las manos de Clara entre las mías, sintiendo su calidez. Todo en ella me decía que había llegado a casa.

—Diego —continuó el oficiante—, ¿aceptas a Clara como tu esposa? ¿Prometes amarla, honrarla, acompañarla en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, todos los días de tu vida?

La miré directo a los ojos.

—Sí, la acepto. La amo. La he amado desde siempre y la amaré hasta mi último aliento.

Clara soltó una pequeña risa ahogada por la emoción.

—Clara —dijo el oficiante—, ¿aceptas a Diego como tu esposo? ¿Prometes amarlo, respetarlo y caminar a su lado en cada paso de la vida?

Ella asintió, con una lágrima rodando por su mejilla.

—Sí, lo acepto. Y también lo amo. A pesar de todo… nunca dejé de hacerlo.

Los aplausos contuvieron la emoción de muchos de los presentes. Incluso Marco, que solía burlarse de todo, tenía los ojos brillantes.

—Pueden intercambiar sus anillos.

Mateo se acercó con el cojín en sus manitas, muy serio, como si supiera la importancia del momento. Me entregó el anillo, y luego a Clara el suyo.

Tomé su mano y deslicé el anillo suavemente.

—Con este anillo —dije con voz temblorosa—, te prometo mi amor eterno. Pase lo que pase, estaré contigo.

Ella hizo lo mismo, con dulzura y firmeza.




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