Crown, Love And A Cup Of Coffee

1. Cuidarse sola y cuidar a otros

Ángela murmuró algunas malas palabras mientras terminaba de fregar el último plato. Sintió cómo el encargado del pequeño restaurante donde trabajaba, tanto en limpieza como mesera, pasó por su espalda y le tocó el trasero. Ángela se volteó con un plato en la mano.

—¡Si me vuelve a poner la mano en el trasero, juro que le parto este plato en la cara, maldito viejo verde! ¿Me oyó? ¡Se lo parto! —gritó, llamando la atención de tres cocineras y dos hombres que estaban en la cocina.

Algunas de ellas sonrieron por lo bajo, murmurando "Victoria". Ángela había sido la única que se atrevió a ponerle un alto al jefe, quien estaba acostumbrado a tocar a las empleadas sin su consentimiento. Nunca imaginó encontrarse con una mujer como ella.

—¡No te he hecho nada! Solo pasé por ahí —dijo él, señalando el lugar.

Pero las otras chicas sabían que Ángela no mentía. Todo lo que él dijera pasaría desapercibido.

—Sí, pero hay mucho espacio, ¿sabe? No tiene que pegarse a mí —respondió ella mientras dejaba el plato en la mesa.

Terminó de fregar y se fue al baño a cambiarse la ropa de limpieza por la de mesera. El sueldo no era mucho, pero lo necesitaba para alimentar a sus dos hermanas menores. Su madre apenas contaba: solo se interesaba por jugar cartas y fumar. Las niñas, de doce y quince años, dependían de ese dinero no solo para comer, sino también para seguir asistiendo a la escuela.

—Me dijeron que le diste su rapapolvo al viejo ese —comentó Adalia, una de las meseras, al llegar. Ella empezaba su turno a las ocho, mientras que Ángela y otras dos lo hacían a las siete por encargarse también de la limpieza. Aun así, Ángela había elegido cumplir ambas funciones para que el dinero le rindiera.

—Claro que sí. Tú sabes, Adalia, él es muy fresco. La próxima vez que se me acerque, le voy a romper la cara, lo juro.

Ambas pasaron al frente del restaurante y comenzaron a recibir los pedidos.

—No puedes dejar que se aproveche de ti. Está muy acostumbrado a eso. A una chica la acosó tanto que tuvo que dejar el trabajo.

—Y si piensa que conmigo va a hacer lo mismo, está equivocado. Yo no le aguanto eso a nadie.

Ángela pasó las comandas a la cocina. A los pocos minutos, llevó el primer pedido: una ensalada verde para la mujer y tostadas con mermelada para el hombre. A pesar de todo, la comida del lugar era deliciosa y siempre atraía clientela a esa hora.

—¿Y qué vas a hacer el fin de semana? —preguntó Adalia.

—No lo sé, ya sabes... lavar la ropa de mis hermanas, limpiar la casa.

—Darleni ya tiene quince años, debería ayudar.

—Ella lo hace, pero los fines de semana la dejo estudiar y salir con sus amigas.

—Pero tú también deberías salir. Al final, eres joven. ¿No piensas buscarte un novio?

—No lo sé...

—Oye, te voy a buscar esta noche. No es fin de semana, pero hay una discoteca que siempre se llena.

—No me gusta dejar a mis hermanas solas. Ya sabes que mi madre apenas amanece en la casa.

—Mírame, Ángela. Te voy a buscar a las nueve. Prepárate. No vamos a amanecer.

La pelinegra le guiñó un ojo y se fue a entregar otro pedido.

—Hey, Ricitos, ve a llevar este plato —dijo una de las cocineras. Ángela lo tomó y lo llevó a la mesa correspondiente. Así continuó su jornada hasta las seis de la tarde.

Antes de irse, debía fregar los trastes. Por suerte, solo los platos; los calderos se los dejaban a los hombres, ya que eran más pesados. Eran las seis y media, y Ángela aún no había terminado de fregar. Adalia, al ser solo mesera, salió puntual a las seis. Quizás era injusto, pero Ángela, al tener dos empleos en uno, ganaba un poco más. Aun así, comenzaba a arrepentirse. Temía quedarse sola y que el jefe intentara propasarse de nuevo.

—¿Quieres ayuda? —preguntó Kevin, uno de los meseros.

—No, hombre. ¿Por qué no te has ido?

—Te estuve observando. ¿Crees que te iba a dejar sola con ese gusano? Anda, te ayudo.

—Déjalo, hombre. Te vas a ensuciar las manos.

—Entonces esperaré a que termines —dijo él, sentándose en una de las mesas.

Ángela negó con la cabeza mientras sonreía. Con la ayuda de Kevin, terminó en un par de minutos.

—Muchas gracias, Kevin. Pero la próxima vez no tienes que quedarte. Tu esposa te necesita, está por dar a luz.

—Lo sé, pero ella tiene compañía. Tú, en cambio, estabas aquí indefensa contra ese buitre. Ya vimos lo que hizo delante de todos; imagina si estás sola.

—Él que se cuide de mí, porque lo rajo —respondió ella, sacando una cervatana.

—¡Wow! Espérate, fiera —dijo Kevin, alzando las manos en señal de rendición—. ¿Por qué no sacaste eso delante de él?

—¡Hey! Tampoco quiero que me boten del trabajo.

—No podrían, sabiendo que puedes meterle una demanda por acoso sexual.

—Ay, por favor, Kevin. Perdóname, pero eres muy ingenuo. ¿Quién te dijo que la fiscalía va a hacer algo por alguien como yo? A ese juez solo hay que pagarle una buena suma para que te suelte como si nada.

—En eso tienes razón. País tercermundista. Aquí el que tiene más es el dueño de todo. Estamos jodidos.

—Muy jodidos —rió Ángela con amargura.

Se despidió de Kevin y tomó el autobús que la llevaría a su barrio. No pudo sentarse, el vehículo estaba lleno, pero no le preocupó: su destino quedaba a dos paradas. En la primera, bajó casi la mitad de los pasajeros, pero volvió a llenarse. Logró sentarse junto a una señora hasta llegar a su parada. Pagó al chofer y se bajó, caminando por una calle conocida.

—¡Ay, mamacita! ¿Cuándo es que me vas a hacer caso? —gritó un chico conocido por ella.

—¡Nunca! —respondió, sacándole el dedo del medio. Él le tiró besos mientras ella entraba a su callejón.

—¿Qué sucede? —se preguntó al ver personas paradas frente a su casa.

—Tu Darleni —(porque hay dos en el barrio)— se rajó a golpes con Camila —informó Teresa, su vecina. Ambas compartían casa, como era costumbre entre quienes no podían pagar una vivienda completa.




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