Ángela no se hacía ilusiones. Había aprendido —a fuerza de golpes, pérdidas y silencios— que la vida no le debía nada.
Conformarse con su trabajo como camarera en un restaurante común, soportar la rutina y sobrevivir cada día sin esperar demasiado, se había vuelto su forma de existir. Sin embargo, muy dentro de ella, todavía ardía una chispa: una esperanza silenciosa de que, al menos por todas las calamidades que había atravesado, el destino le concediera un respiro. Un cambio. Algo mejor.
No pedía mucho. O eso creía.
Porque ahora, todos hablan de ella.
Y mientras unos la admiran y otros la juzgan, una sola pregunta se repite como eco:
¿Fue el destino quien exageró… o fue Ángela quien, sin saberlo, pidió demasiado?
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Editado: 09.08.2025