Nikolai bostezó por segunda vez, con los ojos fijos en la ventana de su habitación. Hoy era un día especial en el palacio: los autos de lujo comenzaban a llegar con invitados ilustres de todo el mundo, vestidos con trajes extravagantes y peinados impecables. La celebración era por el aniversario de oro del matrimonio de sus padres, los reyes de Dinamarca: cincuenta años de historia, familia y tronos.
Aunque no era el anfitrión oficial, Nikolai tenía un objetivo claro: presentarse como uno de los empresarios más adinerados del país. El regalo que traía para sus padres era de una magnitud tan exorbitante que solo alguien con su fortuna podría haberlo adquirido. Y él estaba seguro de que nadie más podría superarlo.
Las asistentes del palacio le entregaron el traje, los zapatos y la corbata que debía lucir esa noche. Ya se había duchado, así que solo le restaba vestirse. A diferencia de su padre, el rey, no necesitaba ayuda para ello. Tampoco quería ser el primero en aparecer: esta noche, las estrellas eran sus padres, no él.
Con once hijos —siete varones y tres mujeres— la familia real era amplia. Nikolai era el menor. El niño de papá. El más joven de todos. Y también el más subestimado. Al principio, sus hermanos no tomaban en serio sus planes. Pensaban que abandonaría cualquier idea apenas se ensuciara las manos. Pero él tenía visión. A los diecisiete fundó su primera fábrica de telas, inspirado por un grupo de mujeres que discutían con pasión por la calidad de una tela en una tienda local. Hoy, a sus veintitrés años, tenía dieciséis fábricas operando por todo el territorio nacional. Y sí, producía la tela más fina de Dinamarca.
Su mente iba más allá: soñaba con expandirse internacionalmente. Pero no por mero prestigio, sino porque deseaba abrir empleos en países con altos niveles de pobreza. En cada fábrica, procuraba contratar al menos cien empleados de bajos recursos. Le preocupaba la gente. Quizá por eso, entre tanto lujo, seguía conservando algo que sus hermanos no: sensibilidad.
Terminó de vestirse, se ajustó el saco frente al espejo y tomó el reloj de oro que su padre le había regalado en su cumpleaños. Lo combinó con un brazalete de esmeraldas y diamantes que brillaba en su muñeca con un equilibrio llamativo pero sobrio. El verde era su color favorito, junto con el morado. Escuchó que tocaban la puerta y autorizó el paso.
—¿Eres el anfitrión de la fiesta, que debes llegar tan bien vestido? —dijo una voz dulce.
—Y tú, con ese vestido adorable, no te quedas atrás —respondió con una sonrisa al encontrarse con Alisa, una de sus hermanas. La abrazó y le dio un beso en la mejilla.
—Estás muy guapo. No te vi en el desayuno esta mañana, ¿qué planeas? —dijo mientras lo ayudaba a ajustar la corbata.
—Estaba comprando el regalo de nuestros padres. ¿Quieres verlo? Te vas a sorprender, lo gané en una subasta.
—Viniendo de ti, seguro que será algo extraordinario —comentó con curiosidad, siguiéndolo hasta su armario privado.
Él abrió una puerta de madera tallada. Dentro, relucía el regalo: una pieza decorativa con bordados de diamantes blancos y escarlatas, que desbordaba lujo y elegancia.
—Wow, Nikolai... Mamá se desmaya cuando lo vea. Y papá va a querer prohibirte gastar tanto. Por este regalo te coronarán rey antes de tiempo.
—No exageres. Solo me importaba que fuera inolvidable. Había otra pieza igual, formaban un par, pero no la subastaron. No entiendo por qué.
—Tal vez alguien la pidió por separado —dijo Alisa encogiéndose de hombros mientras acariciaba los bordados.
—No es posible. En la lista de compradores de Dinamarca, yo era el primero.
—¿Viste la nueva actualización? Tus hermanos están abajo para mostrarla. Digamos que… intentan arruinarte la noche.
—¿Qué? ¿Me estás diciendo que hay alguien más rico que yo? —bromeó mientras salían del cuarto.
—No te preocupes, pronto entraremos en temporada de frío. Tus ventas van a explotar —respondió con una sonrisa calmada.
—Igual quiero saber quién es. Tal vez podría hacer negocios con esa persona. Seguro es alguien muy emprendedor.
—O muy guapo. Estoy soltera, debería conocerlo —dijo ella riendo.
Al llegar al final del pasillo, se encontraron con sus otras dos hermanas, sus esposos y los sobrinos.
—¡Tío! —gritaron los pequeños al verlo.
Nikolai se agachó, los abrazó con cariño, desabotonándose la chaqueta.
—¿Cómo estás, hermana? —saludó Alisa a una de ellas.
—Muy bien. Mira cómo está la barriguita —dijo, acariciándose la panza. Esperaba gemelas.
—Parece que andan dulces —bromeó Nikolai.
Después de saludar y reír un poco, bajaron todos juntos por las escaleras, justo cuando los niños salieron corriendo a recibir a más tíos. Nikolai se alisó la chaqueta.
—Estoy seguro de que Patrick está listo para restregarme algo —comentó con ironía.
—¿Por qué les importa tanto eso? —preguntó Marbella, su hermana.
—Es culpa de papá. Siempre nos metió la idea de que hay que ser el número uno —comentó Alisa, rodando los ojos.
—¿Y qué ganan con eso? —añadió la embarazada.
—Poder. Y egos inflados —dijo Marbella, negando con la cabeza.
Patrick apareció justo al final de la escalera.
—¿De qué se ríen? —preguntó mientras saludaba.
—De ti, como siempre —respondió Alisa con picardía.
Después de saludar con besos y apretones de manos, caminaron juntos hasta la gran sala, donde los invitados ya estaban distribuidos por grupos. Algunos fotógrafos captaron su entrada. Aunque era una fiesta privada, el rey había autorizado solo a cinco paparazzi, conscientes de que esas imágenes se volverían millonarias.
—¡Patrick, príncipe de Dinamarca! ¡Nikolai, príncipe de Dinamarca! ¡Marbella, princesa de Dinamarca y su esposo Alejandro, duque de Dinamarca! ¡Alisa, princesa de Dinamarca! —anunció el vocero, haciendo que las cabezas se giraran hacia ellos.
Al llegar a la sala, recibieron saludos de personajes internacionales. Los flashes se encendían discretamente. Nikolai se sentó junto a Patrick, sin rodeos.
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Editado: 09.08.2025