El príncipe Nikolai dirigió una rápida mirada hacia la mujer que lo observaba, pero enseguida volvió su atención a sus padres. No tenía la menor intención de saludarla. Si quería su saludo, que viniera ella misma. Así era él y así seguiría siendo: firme, orgulloso y absolutamente convencido de que el respeto se ganaba, no se rogaba.
—Y bien, Nikolai, ¿qué le vas a regalar a nuestros padres? —preguntó Marbella mientras servía té en la delicada taza del pequeño a su lado.
—Ya verás —respondió con un guiño cómplice. La sonrisa de su hermana confirmó que sabía lo que eso significaba: cuando su hermano decía “ya verás”, era porque tenía preparado algo que no pasaría desapercibido. Le encantaba resaltar.
Al caer la noche, uno a uno, los invitados comenzaron a presentar sus regalos a la pareja real, colocándolos en una extensa mesa que se desplegaba desde el pie de la escalera derecha hasta la izquierda. A pesar de lo amplia que era, los obsequios ya la desbordaban. Fue entonces cuando Nikolai hizo una seña a su asistente personal, Robin, para que trajera el suyo.
Robin había estado con él desde hacía un año, aunque su vínculo se remontaba mucho más atrás. Lo conoció en una de esas tardes inusuales en las que el padre del joven se presentó en el palacio en busca de empleo. Desde aquel encuentro casual nació una relación de confianza. Robin no solo lo ayudaba a vestirse o lo acompañaba en sus caminatas matutinas; con el tiempo se convirtió en su consejero y en el único habitante no noble de los pasillos privados del palacio. Pese a ser más joven que Nikolai, su inteligencia y entereza le ganaron un lugar cerca del príncipe.
—¿No vas a saludarla, Nikolai? No ha dejado de mirarte —comentó Patrick, su hermano, con una sonrisa maliciosa.
—No lo haré. Si quiere saludarme, que venga ella. Y hablo en serio, Patrick. Déjame en paz. No pienso rebajarme solo porque ella haya subido más rápido en el mundo empresarial. Todavía tengo dignidad.
—Van a decir que estás celoso... y que eres un orgulloso presumido —dijo Patrick pasándose la mano por la cabeza, frustrado por la obstinación de su hermano menor.
—¿Celoso? Para nada. Orgulloso, sí, lo soy, y no me avergüenzo. Pero no voy a saludarla solo para que ustedes me miren con sorna ni para que ella se crea superior. Ya bastante tienen todos ustedes lamiéndole los zapatos.
—Exageras —dijo Patrick—. Apenas hablé con ella. Y sabes que nuestros hermanos solo quieren fastidiarte.
—¿Cuántas fábricas tiene ahora? —preguntó Nikolai, pasándose una mano por el cabello en su clásico gesto nervioso.
—Veintidós —respondió Patrick tras consultar un artículo en su móvil—. Comenzó con diez y luego fue adquiriendo más. El año pasado contrató a más de cincuenta mil personas.
—Joder... yo tengo diecisiete —murmuró Nikolai, mirando a la joven empresaria desde lejos.
—Aquí tienes —dijo Robin, entregándole cuidadosamente el regalo.
—Santo cielo, Nikolai... ¿esa lámpara perteneció al antiguo faraón? —exclamó Patrick, maravillado al ver los diamantes que relucían como estrellas atrapadas en cristal.
—La gané en una subasta —respondió Nikolai con aire triunfante, caminando hacia sus padres con la lámpara en brazos.
Tal como Marbella había anticipado, el rey puso cara de preocupación al ver la extravagancia, y la reina se llevó la mano al pecho, impactada por la belleza del objeto. Pesada de perlas preciosas y diamantes blancos, la lámpara era una obra de arte antigua de valor incalculable.
—No se preocupe, padre. Mis bolsillos aún no están vacíos —dijo el príncipe con una sonrisa encantadora.
Los murmullos de asombro recorrieron el salón. No cualquiera podía poseer semejante tesoro, mucho menos regalarlo. La sorpresa fue aún mayor cuando Francesca Valcov, la joven empresaria rusa, colocó al lado de la lámpara otra idéntica, completando así el par original.
—Vaya, cómo nos gusta resaltar, ¿verdad? —dijo con una sonrisa juguetona, clavando sus intensos ojos verdes en los de Nikolai.
Él no pudo evitar sonreír. Por primera vez, su cuerpo reaccionó con una vibración leve, casi imperceptible, ante su presencia. Francesca no solo era hermosa, era una fuerza natural: auténtica, trabajadora, entusiasta.
—Gracias a ambos por tan magnífico regalo —dijo el Rey con solemnidad.
La Reina se acercó, dio un beso a su hijo y luego palmeó el hombro de Francesca con afecto. Era oficial: los reyes acababan de recibir dos de los objetos más valiosos de la noche. Ser monarca no los hacía ricos, pero tener hijos como Nikolai... sí.
Nikolai regresó a su asiento luego de intercambiar saludos con algunos invitados. Tomó su copa de champán y, al mirar a Francesca, esta le devolvió la sonrisa. Levantó su copa en señal de brindis y ella aceptó, caminando hacia él.
Victoria.
Ella se había acercado primero. Aunque Nikolai jamás lo hubiera hecho, en el fondo, algo dentro de él celebraba ese pequeño triunfo.
Los príncipes mayores, observando desde un rincón, comentaban entre sí.
—El periódico va a estallar cuando salga la primera foto de esos dos juntos —dijo Alisa, la hermana.
—Ese jueguito de hacerse el difícil le funcionó —añadió Alexander—. Estoy seguro de que ahí hay algo más que una alianza empresarial.
—Lo dudo —respondió Jonathan con escepticismo—. Conociendo a Nikolai...
Pero incluso Miguel, otro de los hermanos, comentó:
—Esa chica no deja de sonreírle. Si se casa con alguno de nosotros, seremos la familia más rica del país... y ya somos la familia real.
A pesar de las diferencias entre los hermanos, había algo que los unía: el deseo de resaltar el poder de su linaje.
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—La gente siempre habla, pero nunca escuché rumores sobre ti —dijo Nikolai mientras llenaba la copa de Francesca.
—Me fui a Rusia a los diecisiete. Volví hace dos años. Supuse que, para que tú me notaras, tenía que destacar... así que empecé a comprar fábricas. Pensé que lo harías tú primero.
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Editado: 09.08.2025