Ángela bostezó mientras observaba a sus hermanas profundamente dormidas. Consultó la hora en su celular: las seis de la mañana. Aunque se sentía fatal, no podía permitirse faltar al trabajo. La enfermera le había recetado un medicamento, pero no tenía cómo comprarlo. Sacudió la cabeza, tratando de alejar los pensamientos que le martillaban la mente desde la noche anterior.
Tal vez José tenía razón, pensó con amargura. Tal vez fue mi culpa...
Pero no lo era. Ninguna mujer es culpable de un abuso. Ni por su ropa, ni por su rostro, ni por caminar sola, ni por nada. Nada lo justificaba. Sin embargo, ese conocimiento aún no le pertenecía, y las palabras crueles de José retumbaban como un eco en su memoria. Su dolor físico era apenas una sombra del que le carcomía por dentro.
Se levantó despacio y caminó hacia el baño exterior. Se bañó frotándose con fuerza, como queriendo borrar algo más que suciedad. Luego volvió a la casa, se vistió con el uniforme del restaurante y salió rumbo al colmado de la esquina.
—Buenos días, señor Esteban —saludó al entrar.
—¡Buenos días, niña! Pero… ¿qué te pasa? Estás pálida —comentó el hombre al verla.
Ángela encogió los hombros, evitando el contacto visual.
—No lo sé, recién me levanto. ¿Me podría fiar un café y tres panes, por favor?
—Claro, mi hija. Usted siempre cumple. Además, tu abuelo fue muy bueno con mi familia; yo nunca olvido eso —respondió Esteban mientras preparaba la funda con los productos.
—Gracias, señor Esteban.
—No tenga miedo de pedirme lo que necesite. Sé que estás prácticamente criando a tus hermanitas. Tu mamá no te apoya como debería. Tan buena hija que tiene… y no lo sabe ver —añadió con tono dolido.
Ángela sonrió apenas.
—Usted sabe cómo es...
—Claro, hija. Pero recuerda, siempre hay un ángel que Dios pone para que no nos falte su cuidado —le dijo con ternura.
—De eso estoy segura… Por cierto, ¿tiene diclofena forte?
Esteban le entregó la pastilla y una pequeña nota con el precio. Ángela lo guardó todo en la funda y salió de regreso.
—¡Ángela, muchacha! ¡Tenía días sin verte! —la saludó la vecina desde su casa.
—Sí, trabajo en dos sitios. Salgo temprano, vuelvo tarde… usted sabe, la lucha —respondió sonriendo.
—Ay, mi hija, que Dios te ponga un buen marido —deseó la señora.
Ángela soltó una risa suave, negando con la cabeza.
—Todos esperan eso… menos yo, pensó.
Entró a la casa con paso silencioso. Miró hacia la habitación donde sus hermanas aún dormían. Dudaba que en su barrio pudiera encontrar un buen hombre. Antes no salía por timidez, ahora… ahora era el miedo. Solo imaginar que alguien pudiera volver a hacerle daño la paralizaba. Sacudió la cabeza. Encendió la estufa eléctrica y preparó café. Bebió un poco de agua y se tomó la pastilla, rogando al cielo que el dolor cediera.
Desayunó y dejó cien pesos a su hermana mayor para que preparara algo de comida. Salió cerrando la puerta tras de sí. Saludó a algunos vecinos y esperó el autobús en la esquina.
—Buenos días —dijo al subir. Algunos pasajeros respondieron, otros no.
Se sentó en uno de los asientos centrales. Apoyó la cabeza en la ventana. El dolor no cesaba. Sacó un pequeño espejo y se observó: su rostro estaba lívido. Guardó el espejo, respiró profundo, y bajó frente al restaurante.
—Buenos días, compañeros —saludó al entrar.
—Ángela, ¿qué te pasa? Estás muy pálida —preguntó Mercedes, frunciendo el ceño.
—Estoy bien —respondió con una sonrisa tensa.
Kevin, que se acercaba en ese momento, la miró con preocupación.
—Deberías ir al médico. Ayer estabas bien. Así se puso mi esposa antes de enterarse que…
—¡No estoy embarazada! —interrumpió, avergonzada—. ¡Que Dios me libre!
Entró a la cocina y vio los trastes sucios.
—Pero si fregué con Kevin ayer… ¿y esta montaña de platos?
—Fue ese sucio de Mejía. Se queda aquí y le da por cocinar a media noche —resopló Mercedes.
Ángela se agachó para recoger un bol y sintió un dolor punzante en el abdomen. Un gemido se le escapó. Mercedes y Kevin corrieron a sujetarla.
—¿Estás bien?
—Llévenla al hospital —dijo uno de los empleados al verla pálida como una sábana.
—No… yo puedo…
—¡Ángela, no! Estás muy mal —insistió Mercedes.
La ayudaron a subir a un taxi y la llevaron al hospital central. La misma enfermera de la noche anterior la atendió, le administró calmantes y un suero. Ángela cayó dormida. Afuera, Kevin y Mercedes esperaban.
La enfermera salió después de unos minutos.
—Ella necesita seguir con el tratamiento. Los dolores son por los desgarros. Le dieron dos puntos… fue una agresión muy brusca —comentó con tono grave.
—¿Desgarros? —preguntó Mercedes, sin entender del todo.
—La atendimos anoche por abuso sexual. La trajeron un hombre y una mujer. También necesita terapia psicológica. No es fácil superar algo así.
—¿Qué? —exclamaron los dos a coro.
—Pobrecita… —murmuró Mercedes, llevándose la mano al pecho.
—¿Puede darme de nuevo la receta? Se la voy a comprar —dijo Kevin.
La enfermera asintió y le entregó el papel.
Una hora después, dieron de alta a Ángela. Kevin y Mercedes no la devolvieron al trabajo; llamaron al jefe para explicar la situación. El dueño, un hombre reservado pero muy humano, le otorgó licencia médica sin reparos.
Al llegar a casa, su hermana mayor abrió la puerta alarmada.
—¡¿Qué pasó?! —preguntó Darleni.
—Solo está un poco malosa, estará bien —respondió Kevin, siguiendo la súplica silenciosa de Ángela: no digan nada, por favor.
La acostaron con cuidado.
—Nada de esfuerzo, niña —advirtió Mercedes a las hermanas—. Cuídenla bien.
—Gracias… no sé cómo pagarles esto —dijo Ángela, con voz queda.
—Tú te lo mereces, chica —respondió Mercedes, firme.
—Yo sí quiero que me pagues. Esa receta era cara —protestó Kevin con una sonrisa.
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Editado: 24.07.2025